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por Editorial Trotta
Kafka no describe un mundo religioso, pero tampoco su contrario puro; describe el nuevo y singular mundo único, que todo lo llena con su inmanencia y lo establece de forma absoluta y en el cual, en temible soledad, bajo el estigma de la exclusión, el drama de la «elección» o de la «llamada » sigue produciéndose; si bien la dignidad de esos conceptos, por el contrario, se ha invertido, ahora conllevan pena, vergüenza, culpa, escarnio. Y esto es lo que encuentra Kafka en la figura del padre.
Kafka intentó dos clases de autoafirmación contra ese sino, contra su padre: la escritura y el matrimonio; intentos de arraigarse, pese a todo, en ese «tercer mundo». Él mismo condenó su intento literario ordenando su destrucción. Sus intentos de matrimonio —el «mayor y más esperanzador intento de salvación»— fracasan, cree Kafka, a causa de la superioridad del padre, quien no habría tolerado a nadie en este «su terreno más propio», el de la casa familiar e, incluso, la paternidad. Así «lo mejor a lo que un hombre puede aspirar» se malogró en medio de circunstancias y malentendidos a menudo grotescos, como dejan ver los relatos de Kafka. Ante lo absoluto de esta transfiguración del padre carecía de esperanzas el esfuerzo «de arrastrarse hasta un pequeño lugar puro de la Tierra en el que, de vez en cuando, brille el sol y uno se pueda calentar un poco». El coloso paterno cubre la totalidad de la Tierra habitable y tan solo deja al hijo lo inquietante para existir. Esto es más de lo que un padre real pueda significar, es la esfera de Prometeo, Sísifo, Atlas y Tántalo. Este padre crece en la conciencia del hijo desde la insatisfecha privación de lo absoluto hasta hacerse una enormidad angustiosa que confiere su nombre a lo anónimo y su cara a lo que no tiene rostro.
Lo que aquí sucede no es casual. El destino de una época, cuya relación con lo absoluto no parece poder satisfacerse con las obligaciones tradicionales, ha encontrado en este caso una expresión humana ejemplar. En el lugar que ocupan símbolos políticos, estéticos o eróticos empleados para ocupar el vacío del absoluto, aparece aquí el «hombre colosal» como sustituto de la trascendencia. Y ciertamente no es por casualidad que, precisamente, al nombre del «padre», que se fusionó en los tiempos más antiguos con el nombre de Dios para convertirse en el arquetipo de la confianza en lo absoluto, se le adjudique ahora, en la crisis de esa confianza, el temible anonimato de la nada.