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Kierkegaard: tres migajas filosóficas

En el año 1844, uno de los más productivos de su carrera, publica Søren Kierkegaard, en el plazo de unos pocos días, tres escritos: Migajas filosóficas, El concepto de angustia y Prólogos. Seleccionamos aquí tres “migajas” de estos tratados, recogidos en el volumen 4/2 de los Escritos del filósofo danés, publicado recientemente en Editorial Trotta.

 

 

 

Indiscutiblemente este proyecto va más allá de lo socrático, como puede comprobarse en cada punto. Si por ello es acaso más verdadero que lo socrático, es una cuestión totalmente distinta que no puede decidirse de un soplo, porque aquí se ha admitido un nuevo órgano: la fe, y un nuevo presupuesto: la conciencia de pecado; una nueva decisión: el instante, y un nuevo maestro: el Dios en el tiempo. Sin ellos ciertamente no me habría atrevido a presentarme a revisión ante aquel ironista tan admirado a través de los siglos, a quien yo más que nadie me acerco con el corazón brincando de entusiasmo. Pero ir más allá de Sócrates cuando se dice esencialmente lo mismo que él —solo que no tan bien— eso no tiene nada de socrático.


«Moraleja» (Migajas filosóficas, p. 117).


 

Entre los cuentos de los hermanos Grimm hay un relato acerca de un joven que se lanzó a la aventura con el fin de aprender a angustiarse. Dejaremos que ese aventurero siga su derrotero, sin preocuparnos de saber si por ese camino se encontró con algo terrible. Lo que sí diré, sin embargo, es que esa es una aventura por la que todos los hombres deben pasar: aprender a angustiarse para no tener que caer en la perdición que consiste, o bien en no haberse angustiado nunca, o bien en hundirse en la angustia; el que ha aprendido a angustiarse rectamente, por tanto, ha aprendido lo más elevado.

Si un hombre fuera un animal o un ángel, no podría angustiarse. Puesto que es una síntesis, puede angustiarse, y, cuanto más profundamente se angustia, tanto más grandioso es el hombre; pero no en el sentido, comúnmente aceptado por la gente, de la angustia por algo exterior, por algo que está fuera del hombre, sino de manera tal que sea él mismo quien produce la angustia. Solo en ese sentido ha de entenderse lo que se dice de Cristo: que «se angustió hasta la muerte»; y también lo que él le dice a Judas: «lo que haces, hazlo pronto». Ni siquiera las terribles palabras que tanto angustiaban al propio Lutero al predicarlas: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», ni siquiera esas palabras expresan el sufrimiento con tanta fuerza, pues estas últimas designan el estado en el que Cristo se encontraba, mientras que aquellas designan la relación con un estado que no se da.La angustia es la posibilidad de la libertad, pero esta angustia es, en virtud de la fe, absolutamente educativa, puesto que consume todas las cosas finitas y descubre todos sus engaños. Y ningún Gran Inquisidor tiene preparados tormentos tan terribles como los de la angustia, y ningún espía sabe atacar de manera tan astuta al sospechoso en el preciso instante en el que este es más débil, ni sabe tender de manera tan artera la trampa en la que ha de ser apresado como lo sabe la angustia; y ningún juez es tan sutil como para saber examinar e incluso dejar exánime al acusado como lo hace la angustia, la cual nunca lo deja escapar, ni en la diversión, ni en el bullicio, ni durante el trabajo, ni de día ni de noche.


«La angustia como aquello que salva mediante la fe»

(El concepto de angustia, pp. 261-262).


Aquel que por tanto vaya a ser mi lector deberá estar de acuerdo conmigo en que, aunque en nuestros tiempos la ciencia lo ha concluido todo, desgraciadamente ha olvidado la cuestión principal del asunto. Y la cuestión principal es justamente que esto nada tiene que ver con sociedades anónimas o planes de suscripción o bailes en corro alrededor de algún que otro ídolo literario. Aquel que esté convencido de que a cada uno solo le corresponde ocuparse de sí mismo, y que es esto lo primordial, solo este es mi lector; pero por esto mismo no puedo realmente saber si no estará ya por delante de mí. En cualquier caso, aun así creo que de una u otra manera lo que escribo tendrá sentido para alguien así, si bien, para decirlo de nuevo, lógicamente nunca se me podría ocurrir arrogarme la importancia de que fuese necesario para otros que yo escribiese un libro. Solo cuando mi impulso y necesidad me lleven a escribir, y solo cuando haya terminado, solo entonces se me puede ocurrir pensar en un lector. Con ayuda de esta consideración quedo también liberado de cualquier inoportuna preocupación respecto al destino del libro. Probablemente el presente libro salga ahora, no puedo saberlo con certeza. Si en tal caso encontrase un lector que obtenga de él algún beneficio o satisfacción, será para mí un logro fortuito e imprevisto, y con ello quedamos en paz, para contento y goce mutuos. 


(Prólogos, pp. 320-321).

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