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Tercero en discordia: el papel del los jueces en el estado constitucional

Con motivo de la publicación de Tercero en discordia, de Perfecto Andrés Ibáñez, José Luis Ramírez Ortiz, magistrado de la Audiencia Provincial Barcelona y José Joaquín Pérez Beneyto, magistrado de lo Social en Sevilla hablan sobre esta obra.

Tercero en discordia es el producto de las reflexiones, prolongadas durante más de 40 años de ejercicio profesional, del Magistrado del Tribunal Supremo Perfecto Andrés Ibáñez sobre el papel del juez en el sistema político. El título constituye la clave de lectura de los 19 capítulos que componen el libro en los que aborda diversos aspectos y dimensiones de una cuestión que, inevitablemente, alude a otra: ¿sobre qué base político-jurídica queremos construir nuestra vida en común?, y que encuentra una respuesta provisional, pues nunca hay puntos de llegada sino horizontes, en el estado constitucional de derecho. 

 

Andrés Ibáñez construye un rico marco conceptual que ha fundamentado, y sigue haciéndolo, no sólo los discursos ilustrados sobre la función jurisdiccional, sino también los actos en que se traducen dichos discursos. Para ello parte de una concepción de ajenidad no equivalente a la impostada neutralidad del dependiente juez burócrata nacido de la codificación, que requiere, como condición de aplicación,  de una defensa cerrada de los valores constitucionales que ha de tutelar. En la elaboración de dicho marco, el autor enriquece la reflexión garantista de Ferrajoli mediante el análisis concreto de aspectos tales como la organización y gobierno del Poder Judicial, el estatuto del juez, la naturaleza de la función judicial en la aplicación de la ley y en la determinación de los hechos o el significado de las garantías en el proceso. Análisis para los que se sirve de sus profundos conocimientos teóricos y de su dilatada experiencia profesional en la sucesiva cadena de instancias judiciales, en el Consejo General del Poder Judicial y en el movimiento asociativo judicial.

 

Si el factor cultural es central en todo proceso social de implantación o cambio de modelo, no cabe duda de que este libro es, en sentido fuerte, (el autor lo es ya) un clásico, un crisol en el que cristaliza toda la reflexión del constitucionalismo de postguerra sobre el valor de la Constitución, el papel del juez y su legitimidad en las sociedades democráticas. En tiempos convulsos, como los actuales, de rupturas o profundas reformas constituye, sin duda, un aporte imprescindible al universo de referencias compartidas.

 

José Luis Ramírez Ortiz, Magistrado, Audiencia Provincial Barcelona.



Tercero en discordia sitúa al Derecho en la misma experiencia en que surgieron las matemáticas, la física, la filosofía, la ética; y desarrolla una teoría de la jurisdicción more geometrico. El episodio entre Sócrates y Menón es ilustrativo del trasunto de este libro. Sócrates demostró, ante los ojos atónitos del ciudadano Menón, que sí es posible conocer a través de un esclavo, absolutamente ignorante, que había sabido deducir el teorema de Pitágoras. Menón no tiene más remedio que “estar de acuerdo con él” en cómo se construye un cuadrado doble que otro. He aquí que frente a la geometría, espartanos y atenienses, griegos y persas, negros y blancos, hombres y mujeres, todos eran ”iguales” para la “razón”. Incluso el más pobre de los esclavos puede hablar con una “autoridad” superior a la de sus amos si deduce el teorema de Pitágoras. Y de este modo, es como si la razón nos anunciara una tierra nueva en la que los esclavos y los amos, los hombres y las mujeres, los vencidos y los derrotados son todos iguales. En la perplejidad ante esta extraña “patria de todos y de nadie” está en el origen del propio Derecho. 

 

Se puede decir que, desde que nació en Grecia la filosofía, se vislumbró la posibilidad de hacer leyes universales, leyes que no convinieran solo a Atenas o a Esparta o a Grecia o a Persia, sino leyes que fueran buenas para toda la humanidad, con las que ni las mujeres, ni las razas, ni los extranjeros pudieran ser sojuzgados. Y la “democracia constitucional” es la herencia de ese proyecto político. Se trata de otorgar a la razón el derecho de legislar. Así pues, la perplejidad inicial ante esa tierra “de nadie y de todos” se convirtió de pronto, con las revoluciones modernas, en un proyecto político que defendía el protagonismo de la razón. Se trata del proyecto político de la “división de poderes”. Lo que se comienza por exigir es que nadie pueda imponer como ley los requerimientos de su raza, su color, su sexo, su patria, su idioma o su religión. Mucho menos imponer como ley lo que no son más que sus intereses sociales, económicos o políticos. La ley tiene que surgir de un espacio que se define por un sin fin de negaciones. “Que gobiernen los filósofos” resultó ser, así pues, algo así como que no gobierne nadie: que gobiernen las leyes, no los hombres. Esta es la idea misma de la división de poderes: nadie tiene derecho a ocupar el lugar de las leyes. Y si alguien está ahí, sentado en el lugar de las leyes, entonces es que es un rey o un dictador. “Que no haya nadie ocupando el lugar de las leyes” es la seña identidad de cualquier democracia constitucional, ni siquiera “el pueblo”, mediante un plebiscito o una masiva movilización popular, podría ocupar el lugar de las leyes. Ni los jueces con sus sentencias. Es el principal de los “artilugios constitucionales” que tiene el sentido de separar a los pueblos de sí mismos, para que las leyes no sean, sencillamente, su identidad tribal o colectiva. Para que no sean tampoco, simplemente, la voluntad de la mayoría. La democracia también tiene que someterse a la razón.

 

Lean el libro de Perfecto Andrés Ibáñez, en la mejor tradición de los Cordero, Calamandrei, etc..., que nos muestra como es preciso actuar independientemente de que seamos espartanos, atenienses, persas, mujeres, hombres, blancos, negros.

 

José Joaquín Pérez Beneyto, magistrado de lo Social en Sevilla.

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