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Hans Küng: 90 años en la brecha

Hans Küng cumple hoy noventa años. Editorial Trotta quiere sumarse a la celebración de su aniversario con esta semblanza del teólogo y estudioso de las religiones del mundo por Manuel Fraijó.

 

 

Hace unos años escribía Hans Küng: “Cuanto mayor me voy haciendo, tanto más frecuentemente cito aquella vieja canción alemana: ‘permanecen aún las viejas calles, permanecen aún las viejas callejas, pero los viejos amigos se fueron’…”

El 19 de marzo, el gran teólogo de Tubinga cumple 90 años. Siempre le gustó celebrar su cumpleaños y obviamente también este año lo hará. La Universidad de Tubinga ha programado, para el mes de abril, diversos actos académicos que contarán con la presencia del homenajeado. Su salud es precaria, pero aún le permite “pequeños excesos”. A propósito de su salud: he vuelto a leer el impresionante capítulo XII de Humanidad vivida (2013) titulado “en el atardecer de la vida”, un conmovedor relato de sus males de ahora y de sus esperanzas de siempre, un relato que emocionará a todo el que se entregue a su lectura. “Estoy a la espera”, preparado para “despedirme en cualquier momento”, escribe. Es, piensa, lo que corresponde a una persona de 90 años.  De hecho, ya ha adquirido la que será su tumba. Reposará en el cementerio de Tubinga, junto a sus entrañables amigos Walter Jens y su esposa Inge. Será su último homenaje a la amistad, su postrer intento de cercanía. Su epitafio será sencillo y breve: “Profesor Hans Küng”. Desea ser recordado por su “oficio”: profesor. Lo recalca: “No he sido un profeta, sino un profesor”. Un profesor que, a estas alturas de su vida, transmite paz, sosiego, serenidad. El teólogo de las muchas batallas de otros tiempos se acerca al final con la serena certeza del trabajo bien hecho, del deber cumplido. “Mi obra está concluida”, escribe con honda paz. Ya no tiene la prisa de antaño. Bueno, algo de prisa si le queda: desearía culminar la publicación de los 24 volúmenes de sus Obras completas que lleva a cabo la editorial Herder (creo que han aparecido ya 12 volúmenes). Recuerdo que, cuando enfermó K. Barth, sus entusiastas seguidores decían: no hay que preocuparse, Dios no dejará morir a Barth antes de que termine el último volumen de su Dogmática eclesial, el dedicado a la escatología. ¡Se suponía que Dios mismo era el principal interesado en saber cómo abordaría Barth el más allá! No hubo suerte: la curiosidad de Dios no llegó a tanto y Barth falleció antes de concluir su escatología. Pero en el caso de Küng todo será diferente: verá la presentación del último volumen de sus Obras completas. Somos muchos los que se lo deseamos en este cumpleaños tan redondo. 

Acabo de mencionar a K. Barth. En realidad, Küng comenzó su itinerario intelectual bajo la bendición de este gran maestro. Cuando solo era una joven promesa, Barth le dedicó uno de esos elogios que a todos nos gustaría escuchar: “No quiero, por lo demás, ocultarle que, considerando toda su conducta, le tengo a usted por un israelita in quo dolus non est (en quien no hay engaño)”. A continuación deseó al joven sacerdote católico, que acababa de escribir una fascinante tesis doctoral La justificación. Doctrina de Karl Barth y una interpretación católica, que viniera sobre él el Espíritu. 

Se tiene la impresión de que el Espíritu no se ha portado nada mal con Küng. Seguro que este teólogo audaz y crítico, gran creyente cristiano, lo reconocerá y agradecerá a Dios en este crucial 19 de marzo. Küng sabe mirar con gratitud hacia atrás. Su larga y fecunda vida está llena de fechas inolvidables. Es posible que nunca olvide el día en que 1.300 personas, puestas en pie y emocionadas, aplaudían su última clase magistral. No menos emocionado que su auditorio, Küng enfiló la salida del abarrotado salón de actos musitando un apenas perceptible “me gustaría seguir contando con su afecto”. Era el día de su jubilación, en 1996. No se trataba solamente del aplauso a su última clase magistral, sino a una vida ejemplarmente dedicada a iluminar las luces y sombras de la historia humana. Se aplaudía su inmenso saber, pero también su cercanía humana y su honda espiritualidad cristiana; seguro que muchos recordaban su temprana inquietud ecuménica, plasmada en libros como El concilio y la unión de los cristianos (1960). Su autor solo tenía 32 años. Ya entonces Elmer O’Brien habló de él como del “mayor talento teológico de nuestra década”; y muchos de los privilegiados asistentes a aquella emotiva última clase aplaudirían también su permanente preocupación eclesial. Hoy resulta difícil imaginar el entusiasmo y la esperanza que suscitaron libros como Estructuras de la Iglesia (l962) y La Iglesia (1967). Küng dibujaba el perfil de una Iglesia humilde, fiel al mensaje de Jesús, atenta a las necesidades del mundo, una Iglesia profética, abierta a los signos de los tiempos y siempre dispuesta a renovarse.

Conocí a Küng al comienzo de los años setenta del siglo pasado, cuando su preocupación eclesial había sido reemplazada por la preocupación cristológica. Fue, sostienen algunos, su década prodigiosa. Desde luego en ella publicó libros memorables. Recuerdo haber tenido la suerte de participar en un seminario que llevaba por título algo así como "últimos  libros sobre Jesús”. Allí, en aquellas intensas tardes de trabajo -Küng ha sido un profesor muy exigente que no parecía cansarse nunca- se gestó uno de sus libros más geniales: Ser cristiano (l974). Se trata de una obra repleta de información histórica, reflexión teológica y pasión creyente. Fue, probablemente, el libro de teología más leído del siglo XX. Su intención última era mostrar que es posible ser cristiano y, al mismo tiempo, hombre o mujer de nuestros días. Era, sigue siendo, un gran alegato en favor de una fe razonable y crítica. 

Casi por las mismas fechas (1978) vio la luz la obra ¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo. Alguien escribió por aquellos días que la investigación histórico-filosófica que subyace a esta publicación podría ser la obra de toda una vida. A la preocupación cristológica había seguido la preocupación teológica. Se trata, en efecto, de 972 páginas que evocan los avatares del tema “Dios” desde que se desencadenaron las turbulencias de la Modernidad. A sus páginas se asoman todas las sacudidas experimentadas por el hecho religioso desde que Descartes, el primer filósofo moderno, dio vía libre a la duda. Estamos ante un recorrido apasionante, expuesto con rigor filosófico y elegancia literaria. Küng sabe escribir. 

No puedo seguir acompañando a Küng en su dilatada trayectoria intelectual, pero deseo mencionar las obras de los años del “castigo”. Me explico: desde que, incomprensiblemente, el 15 de diciembre de 1979, el papa Juan Pablo II le retiró la venia docendi y lo declaró teólogo no católico -declaración que ni Benedicto XVI ni el papa Francisco, a pesar de sus permanentes apelaciones a la misericordia, han mostrado el más mínimo interés en retirar-, Küng se dispuso a roturar terrenos por los que no suelen transitar las teologías clásicas. Volcó su increíble capacidad de trabajo en dos grandes asuntos: las religiones y la ética. 

De su dedicación al estudio de las religiones nacieron obras tan decisivas como El cristianismo y las grandes religiones (1984); El judaísmo. Pasado, presente y futuro (1991); El cristianismo. Esencia e historia (1994); El islam. Historia, presente, futuro (2004).

Dejó dicho Hegel que los grandes hombres no son solo los grandes inventores, sino “aquellos que cobraron conciencia de lo que era necesario”. Küng se dio cuenta de que la secularización era un fenómeno casi exclusivamente occidental y de que las religiones continúan orientando el vivir y el morir de la gran mayoría de los seres humanos. De ahí que volcara su increíble energía intelectual en fascinantes evocaciones de las principales religiones del mundo. Produce un cierto estupor que una sola persona haya podido alumbrar recreaciones tan amplias y perfectas de los sentires religiosos de los pueblos.

Al mismo tiempo, el “indeseado” (para Juan pablo II y sus sucesores) profesor de teología abrió otro frente de investigación: el de la ética. Una ética concreta y, a ser posible, universal. Küng ha embarcado a las religiones en una búsqueda de mínimos éticos compartidos. Su tesis es que no habrá paz entre las naciones sin paz entre las religiones; y no habrá paz entre las religiones sin diálogo entre ellas. No habrá, por último, diálogo entre las religiones si no se investigan sus fundamentos. Obras como Proyecto de una ética mundial (1990) y la publicación programática Hacia una ética mundial. Declaración del Parlamento de las Religiones del Mundo (1993) están prestando grandes servicios a la colaboración entre la ética y las religiones. W. Pannenberg le ha reprochado que esta búsqueda de mínimos morales comunes corre el riesgo de marginar lo específicamente cristiano. Creo entender la comprensible preocupación del gran teólogo que fue Pannenberg, pero pienso que no es aplicable a la obra de Hans Küng. 

Es hora de ir concluyendo esta especie de homenaje que, con motivo del 90 cumpleaños de Küng, me pide la editorial Trotta, su querida editorial española. Un gran amigo de Küng, el antiguo canciller H. Schmidt, cansado de que le reprocharan su falta de espíritu utópico -gobernó Alemania después del carismático Willy Brandt- espetó un día a un grupo de periodistas: “El que tenga visiones que vaya al médico”. Küng es un pensador de grandes visiones, pero de las que no requieren tratamiento médico. La más importante de ellas le permite vivir con la confianza del viajero que sabe que no peregrina hacia ninguna parte. No es la “nada” nuestra última morada, escribe una y otra vez, sino el Misterio, al que algunas religiones, entre ellas el cristianismo, llaman Dios. Eso sí: desearía un final benigno, lo que solemos llamar una buena muerte. Le gustaría morir como ha vivido: digna y humanamente. Lo explica, con sencillez y claridad, en su libro Una muerte feliz (2016).

Tengo que despedirme ya del maestro y del amigo a quien tanto debo. Y, como nuestras despedidas siempre fueron seguidas de cálidos reencuentros, espero que también esta lo sea. 

Muchas felicidades, querido Hans.

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