pestaña Editorial Trotta

EDITORIAL TROTTA

Su compra

0 artículos

(0,00 €)
ver compra


Kierkegaard como predicador

Søren Kierkegaard era un teólogo y podía haberse convertido en pastor de la Iglesia luterana de Dinamarca, pero nunca se postuló para un cargo pastoral y, por lo tanto, tampoco fue ordenado. No obstante, se dedicó con esmero a la actividad central de un pastor, que es la predicación. 

por Andrés Roberto Albertsen

 

Søren Kierkegaard era un teólogo y podía haberse convertido en pastor de la Iglesia luterana de Dinamarca, pero nunca se postuló para un cargo pastoral y, por lo tanto, tampoco fue ordenado. No obstante, se dedicó con esmero a la actividad central de un pastor, que es la predicación. Podemos encontrar sus sermones en varios de sus títulos: Discursos edificantes. Tres discursos para ocasiones supuestas (Escritos 5), Los lirios del campo y las aves del cielo, Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo y El Instante.

 

«La comunicación casi ha sido reducida al mínimo nivel de significación y al mismo tiempo los medios de comunicación casi han llegado al máximo nivel de una veloz expansión que todo lo inunda; pues qué es lo que se tiene tanta prisa en difundir, y por otro lado, qué es lo que tiene mayor difusión que ¡las habladurías!» (Para un examen de sí mismo, p. 67). Así se refería Kierkegaard a una de las características centrales del tiempo que le tocaba vivir en 1851, y en medio de esa situación debió encontrar una manera de hacerse escuchar que no apelara a lo que llamaba los «recursos ruidosos» ni se conformara con «agitar los sentidos o conmover a la masa, la multitud, el público, el ruido» (Ibid., p. 66).

 

Kierkegaard sabía por lo pronto que la predicación debe ser escuchada, y si bien publicó sus sermones, recomendaba a su «querido lector» (así se dirigía a él) que en lo posible leyera en voz alta. Desde páginas publicadas hace ciento sesenta años nos habla a ti y a mí diciendo: «Al leer en voz alta, recibirás con más fuerza la impresión de que tendrás que habértelas únicamente contigo mismo, no conmigo, ‘que no tengo autoridad’, ni tampoco con otros, lo que sería distracción» (Ibid., p. 23).

 

Kierkegaard tenía una relación libre con el Nuevo Testamento y no estaba comprometido con él por un juramento, como los pastores ordenados, pero ese libro «casi desconocido» (El Instante, p. 27), el Nuevo Testamento, ejercía un gran poder sobre él. Kierkegaard estaba convencido de que el cristianismo del Nuevo Testamento era resucitador e inquietante y de que no había cosa más importante que el ser humano pudiera hacer que confrontarse con él. La paradoja para Kierkegaard era que al mismo tiempo estaba convencido de que no había nada que el ser humano rehuyera con más astucia que la confrontación con el Nuevo Testamento. El ser humano prefiere que lo tranquilicen, decía Kierkegaard, y lo que él llamaba la  «cristiandad», la circunstancia de que estuviera viviendo en un Estado cristiano, en un pueblo cristiano, donde todo era cristiano y todos eran cristianos, donde a cualquier parte donde se mirase sólo se veían cristianos y cristianismo, era la prueba más contundente de que el cristianismo del Nuevo Testamento estaba totalmente ausente. Y en particular, en Dinamarca, Kierkegaard acusaba al Estado de haber designado a mil funcionarios, los pastores, quienes a título de proclamar el cristianismo (y esto era mucho más peligroso para Kierkegaard que un intento manifiesto de impedir el cristianismo), estaban pecuniariamente interesados en lograr que todos se llamaran cristianos (cuanto más grande fuera el rebaño, mejor) y en que se quedaran ahí y no se enteraran de lo que en verdad era el cristianismo.

 

Precisamente porque el ser humano quiere ser engañado, decía Kierkegaard, la propia vida del pastor de la cristiandad debía garantizar que lo que decía era «comercio, celebración dramática, entretenimiento, puramente objetivo» (Ibid., p. 88). Y daba algunos ejemplos muy crueles, del que quiero citar uno de manera completa: «Si de lo que quieres hablar es de predicar el cristianismo en la pobreza, de que ésta es la verdadera predicación cristiana – pero tú mismo literalmente eres un pobre diablo: querido, éste no es un tema para ti, la congregación podría pensar que es en serio, angustiarse y atemorizarse, sentirse totalmente fuera de clima e inquietarse en grado sumo, afectada porque la pobreza se le acercó demasiado a su vida. No, consigue primero un sustento jugoso, y cuando lo hayas tenido durante tanto tiempo que estés por alcanzar uno más jugoso todavía, entonces habrá llegado el momento apropiado; entonces comparecerás ante la congregación, predicarás y ‘testimoniarás’ – y la satisfarás completamente; pues tu vida garantiza que todo termina en una burla, como los hombres serios a veces pueden desearlo en el teatro o en la iglesia, en un descanso para reunir nuevas fuerzas a fin de – ganar más dinero» (Ibid., p. 89).

 

Kierkegaard no sólo juzgaba a los otros. Se conocía a sí mismo. «Estoy convencido de que no soy un alma honesta sino un tipo astuto» (Para un examen, p. 42), decía, y agregaba una confesión: «Yo personalmente todavía no me atrevo a estar totalmente a solas con la Palabra de Dios, tan a solas como para que no se deslice ninguna ilusión» (Ibid., p. 48). «Yo no me llamo cristiano, no digo de mí que soy cristiano» (El Instante, p. 188), repetía insistentemente Kierkegaard. Y entendía que sus críticos hubieran preferido que se proclamara «a bombo y platillo como el único verdadero cristiano» (Ibid., p. 189), y entendía que lo acusaran de soberbia por mantenerse de forma pertinaz en esta postura, pero lo cierto es que mantenía una relación tal con el cristianismo que en verdad veía y reconocía que no era cristiano. La verdadera predicación consistía para Kierkegaard en mostrar la congruencia (o falta de congruencia) entre la vida del predicador y la exigencia del Nuevo Testamento, y a partir de allí cada uno debía poder elegir si quería ser cristiano o si, honradamente, de manera sincera y sin reservas, no quería serlo.

 

Debe de haber pocos escritores tan honestos y tan poco condescendientes con sus lectores como Kierkegaard. No pretendía ser un sirviente de sus lectores ni quería alentar su indolencia. Y yo te recomiendo a ti, que ahora lees este blog, que tomes cualquiera de los títulos mencionados en el primer párrafo y te pongas a leerlo, no como una lectura interesante ni con la intención de analizarlo de manera objetiva, sino diciéndote a ti mismo: «Es a mí a quien se habla, es de mí de quien se habla» (Para un examen, p. 54).

Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar nuestros servicios y facilitar la navegación. Si continúa navegando consideramos que acepta su uso.

aceptar más información