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Afán de comprender

También a Hannah Arendt se la preguntó en diversas ocasiones a propósito de su filiación política, entendiendo por tal la consabida frontera «izquierda-derecha». Su respuesta predilecta a esta forzosa interpelación me ha parecido siempre, y aun bajo cierto aspecto displicente, de una notable perspicacia y de significativo interés: «Para los revolucionarios yo soy una conservadora; para los conservadores, una radical».

por Agustín Serrano de Haro

También a Hannah Arendt se la preguntó en diversas ocasiones a propósito de su filiación política, entendiendo por tal la consabida frontera «izquierda-derecha». Su respuesta predilecta a esta forzosa interpelación me ha parecido siempre, y aun bajo cierto aspecto displicente, de una notable perspicacia y de significativo interés: «Para los revolucionarios yo soy una conservadora; para los conservadores, una radical».

 

Llama la atención, desde luego, el que pensadora tan independiente se aviniera a caracterizarse a sí misma justo en la perspectiva, en las etiquetas de los demás. Pero, a mi entender, esta peculiar auto-hetero-ubicación, este desplazamiento doble y simultáneo de su filiación política respecto del patrón más aceptado, sirve bastante bien no sólo para entender la singular lucidez de numerosas tomas políticas de postura de Arendt, sino también para evocar la inspiración profunda de su pensamiento político.

 

No cabe dudar de la influencia que a ambos respectos hubo de tener el portentoso descubrimiento arendtiano, hecho básicamente en solitario y sobre los fenómenos mismos, de cómo el totalitarismo había entrado en la Historia del siglo XX. Es decir, de cómo se trataba, por una parte, de una novedad absoluta, imprevisible, irreductible a formas de dominación anteriores, por crueles que fueran, y, sin embargo, por otra parte, y como en inmediata paradoja, esta novedad plena había irrumpido por partida doble, bajo una doble faz: nazismo/estalinismo, que venía justamente a emparentar lo que el antiguo eje derecha-izquierda estaba obligado a separar y contraponer. A comienzos de los años cincuenta, por tanto, Arendt ya contaba con que la antigua delimitación del espectro político era poco apta para afrontar lo más amenazante y original que la realidad contemporánea había puesto terroríficamente de relieve. Pero no quiero yo subrayar sólo este aspecto, que es globalmente más conocido, aunque nunca venga mal contrarrestar el triste destino de la asombrosa categoría de totalitarismo, hoy en serio peligro de degradación a tópico inane listo para caracterizar cualquier cosa, incluida cualquier tontería. Pues la caracterización política de Arendt como una conservadora pero radical y como una radical pero no-revolucionaria puede ponerse en relación, a mi juicio, con las formas más penetrantes en que su propio pensamiento ha descrito cuál es el asunto y el alcance de la acción política. Pienso en particular en los abundantes momentos de su obra que vinculan el sentido de la vida política al cuidado del mundo y al compromiso para con el mundo, y la virtud política por excelencia al coraje de hacerse cargo de la suerte del mundo, por sobre la suerte particular de la vida individual del agente. Esta fórmula de «cuidado del mundo», sugerente y esquiva, podría quizá placer a una orientación política conservadora si no fuera porque la duración y estabilidad del espacio intersubjetivo de aparición y coexistencia (al que ella, fenomenológicamente, llama «mundo») no es traducible a un orden más o menos fijo de relaciones sociales, ni a una forma tradicional de legitimación del poder.

 

Más bien, la perduración del mundo como espacio de la convivencia y como trama de las instituciones, como orden del sentido, se encuentra encomendada a lo más efímero, contingente, volandero, que es la iniciativa individual y, con ella, la acción concertada y «apalabrada», la praxis. Lo cual, a primera vista, pudiera entonces placer a una orientación política liberal si no fuera ahora porque esta libertad que se comparte en la acción ciudadana permite muchas y distintas cosas, pero no el «verse libre» de la política, no el quedar a resguardo de ella en ámbitos de privacidad e individualidad asegurados por la ley; las libertades individuales tienen lugar y tienen un sentido, absolutamente precioso, en el seno de una comunidad política que las asume como bien político primordial. Lo cual, en realidad, pudiera ahora placer a orientaciones socialistas e incluso «estatistas» si no fuera porque sigue siendo la libertad compartida, y no la distribución de la riqueza ni la prosperidad, y ni siquiera la seguridad, lo que se persigue intencionadamente y se hace real en el mundo de la ciudad. Aunque sólo se experimente en común y «entre iguales», esta libertad política se conjuga y sustancia en perspectiva e iniciativa individual; quien pretende socializarla, comunalizarla, trabaja por su extinción. Lo cual, ya en definitiva, nos vuelve a devolver, por así decirlo, al círculo paradójico del conservadurismo radical y del radicalismo no revolucionario ni estatista.

 

Sería vano, por lo demás, buscar en estos círculos un análogo de regla áurea ante las perplejidades de la vida política pos-totalitaria, o una ecuación propicia frente a la precariedad del cuidado del mundo en la era técnica. Más bien se trataría, en todo caso, de una apasionada, de una casi filosófica invitación a la lucidez. Pues verdaderamente lo que Arendt queria era comprender —como queda reflejado en Lo que quiero es comprender (2010)—, y en la amplia medida en que ello fuera posible, actuar comprendiendo.

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