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El peso del tiempo en la comprensión que los hombres tienen de su mundo

La aceleración del tiempo se ha convertido en un tópico de nuestra cultura, pues afecta no sólo al tiempo histórico sino a las vidas individuales. Cuando se hablaba, hace ya unos años que ahora parecen muy lejanos —un efecto de esa aceleración—, del final de la historia se pensaba en el advenimiento de una época en la que los acontecimientos históricos dejarían el paso a la extensión de un sistema económico y social, cuyo ritmo uniformemente acelerado y sin embargo estable haría posible por primera vez la homogeneidad de los horizontes históricos.

por Ramón Rodríguez

 

La aceleración del tiempo se ha convertido en un tópico de nuestra cultura, pues afecta no sólo al tiempo histórico sino a las vidas individuales. Cuando se hablaba, hace ya unos años que ahora parecen muy lejanos —un efecto de esa aceleración—, del final de la historia se pensaba en el advenimiento de una época en la que los acontecimientos históricos, esos que  marcaban el sentido de la vida de generaciones enteras, dejarían el paso a la extensión de un sistema económico y social, cuyo ritmo uniformemente acelerado y sin embargo estable haría posible por primera vez la homogeneidad de los horizontes históricos. Con ella, la noción misma de «acontecimiento», ligada a utopías, cambios radicales y convulsiones, se haría cada vez más superflua. Ciertamente esa utópica contra-utopía no se ha producido —no hay más que mirar a las recientes revoluciones en el mundo árabe, el último ejemplo—, pero sí algo muy parecido a una pérdida de significación de lo que acontece. Pérdida que nada tiene que ver con la importancia objetiva del acontecimiento o con el mayor o menor énfasis que los medios pongan en él, sino con su inmediata desaparición y sustitución por otro. Más que de una aceleración del tiempo, habría que hablar de su simultaneización o instantaneización. Pasan, desde luego, muchas cosas muy deprisa, pero lo esencial es que solo  duran un instante, que no permanecen, que no dejan huella. ¡Cuántos sucesos nos impactan, parecen decisivos y al punto desaparecen sin que dejen rastro en una actualidad fugaz e inconexa! Anticipando el sentido de una época que es más la nuestra que la suya, decía María Zambrano que  su rasgo más propio es «que todo ocurre como si no ocurriera; que la palabra se borra sin haberse hecho carne». El rápido hundimiento de lo que pasa en un pasado sin retorno y sin efectos sobre el presente es la otra cara de la exigencia creciente de simultaneidad, de que el sujeto, sea un político o un hombre corriente, tenga rápido acceso «en tiempo real» a lo que en el momento pasa, a que tenga disponible en su aparato electrónico «todo lo que está ocurriendo». Estar bien informado se torna cada vez más un puro tener presentes en la inmediatez del instante cuantas más cosas mejor. El sentido para percibir en lo actual la vigencia de lo pasado o la trascendencia del presente sobre el futuro —lo propiamente histórico—resulta inevitablemente minimizado, arrancado de la vida corriente y dejado para filósofos e intelectuales.

 

Hermenéutica y subjetividad es un libro que trata de hacerse cargo justamente del peso del tiempo en la comprensión que los hombres tienen de su mundo, del enigma que la historia plantea al conocimiento, no porque se refiera a acontecimientos perdidos en un pasado inaccesible, sino justamente por su presencia olvidada e inadvertida. La filosofía, que es el tema del libro, es una actividad que tiene, en su relación con el tiempo, un alto significado en nuestra situación: movida siempre por los acicates del mundo en el que vive y no por su propia historia, tiene sin embargo una conciencia indestructible de su pasado, que forma parte ineludible de ella. Hermenéutica y subjetividad intenta indagar en esa doble atención al mundo real y al propio pasado, constitutiva de la filosofía, y lo hace tomando como objeto de reflexión el momento paradigmático del pensamiento del siglo XX: el cruce de la filosofía moderna de la subjetividad, cuyo modelo de racionalidad es ajeno a su propia historia, y la filosofía hermenéutica, la corriente contemporánea que ha tratado de insertar la comprensión de lo histórico en el centro del quehacer filosófico. De ese cruce se derivan enfoques renovados de viejas cuestiones, como la continuidad del tiempo histórico, el papel y el lugar de la tradición, la validez de las interpretaciones del pasado, el sentido de la verdad de las teorías filosóficas. Pero sobre todo, despierta al pensamiento para percibir que, en nuestra situación, la comprensión de la historia, lejos de apartarnos del presente, nos devuelve a él cargados de posibilidades que la inmersión en la instantaneidad nos impide ver. Nuestra propia historicidad –es lo que la actividad filosófica nos muestra—, en vez de instalarnos en la melancolía de los «viejos buenos tiempos», ensancha los horizontes del presente vivo y nos hace verlo con ojos nuevos. Y, a la vez, nos obliga a pensar qué tipo de subjetividad está dibujándose hoy entre el esfuerzo de vivir la continuidad del propio tiempo y el desconcierto en la sucesión de experiencias fugaces.

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