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EDITORIAL TROTTA

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Experiencias biográficas

Jürgen Habermas, filósofo e intelectual comprometido con su tiempo, cumple noventa años. Trotta se une a la celebración de su aniversario con este texto tomado del Epílogo del libro de Stefan Müller-Doohm, Jürgen Habermas. Una biografía, de próxima publicación en esta misma Editorial.

 

 

 

 

 

El propio Jürgen Habermas dice que su vida ha sido una vida para la ciencia. Y que lo que perdura de la vida de un filósofo es, «en el mejor de los casos, un pensamiento nuevo, formulado caprichosamente y con frecuencia también de manera enigmática, con el que las generaciones posteriores se fatigarán trabajando». Desde luego también él está sobre hombros de gigantes y desarrolla su propio pensamiento en un diálogo imaginario y en una confrontación crítica con los grandes espíritus de la tradición, cuyas obras son interpretaciones de sus experiencias personales del mundo. Habermas entiende la construcción de teorías como un proceso de aprendizaje, como trabajo en un proyecto abierto y falible que hay que seguir escribiendo permanentemente a la luz de las nuevas experiencias históricas y científicas y, por así decirlo, con un espíritu crítico ante determinadas circunstancias.

El punto de Arquímedes de su teoría social es la idea de que se puede descubrir el criterio crítico de la sociología en el potencial racional de un discurso orientado al mutuo entendimiento. Lo que marca el punto neurálgico y la fuerza motriz para la crítica a la sociedad es que las circunstancias sociales dadas nunca alcanzan la medida deseable de entendimiento mutuo, es decir, «que hay algo fallido en lo profundo de la sociedad racional». El objetivo de un estilo de vida autodeterminado y basado en el reconocimiento recíproco o en el respeto mutuo es el punto de fuga normativo para el programa sociológico de Habermas: «El motivo intelectual es la reconciliación de una modernidad que se halla dividida, la idea, en realidad, de que sea posible encontrar formas de convivencia en las que se dé una relación satisfactoria entre autonomía y dependencia y ello sin prescindir de las diferenciaciones que han hecho posible la modernidad […]; la idea de que es posible una vida digna en una comunidad que no plantea el carácter dudoso de comunidades sustanciales vueltas hacia el pasado».

En diversos pasajes de sus escritos, y sobre todo en las numerosas entrevistas, Habermas se ha pronunciado sobre la cuestión de cómo se llega en condición de filósofo y sociólogo a la convicción de que las coyunturas problemáticas percibidas subjetivamente son en efecto las decisivas y de que los intentos de solución tradicionales en los que uno se afana son los que realmente nos llevan adelante. Evidentemente, en eso juegan un papel importante las intuiciones transmitidas histórica y biográficamente. Ellas son algo así como la aguja imantada de una brújula que «solo marca la dirección. […] No garantiza que luego se elija correctamente el camino, ni que se lo prosiga».

 

 

Habermas nos ha proporcionado información sobre las raíces biográficas de su pensamiento. Como ya hemos mencionado, en su discurso de agradecimiento por la concesión del premio en Kyoto señala que, en sentido estricto, durante la primera fase de su vida tuvo tres experiencias biográficas personales que dejaron unas impresiones que acabarían definiendo sus intuiciones y que, a modo de motivos centrales, se condensaron en su teoría de la comunicación, del discurso y de la moral. Por un lado, durante su primera infancia, las operaciones clínicas a las que tuvo que someterse por su fisura palatina le hicieron entender que los hombres son seres que dependen recíprocamente unos de otros. Esta comprensión condujo finalmente a aquellos «planteamientos […] que acentúan la constitución intersubjetiva del espíritu humano». Por otro lado, su trastorno lingüístico, junto con las discriminaciones que le acarreó, despertó un tipo de sensibilidad muy peculiar. Habermas dice que la nasalización fue un motivo por el que durante toda su vida ha valorado más la palabra escrita que la hablada, pues «la forma escrita encubre la mácula de lo oral». Él mismo atribuye a esta «mácula» y a las experiencias asociadas con ella su enorme interés por investigar las condiciones de una comunicación lingüística lograda o fallida, así como por estudiar la génesis y el modo de repercusión de los principios morales y las normas sociales de la convivencia.

 

No es sorprendente que Habermas, quien insiste más que nadie en el «baño ácido de unos discursos públicos inmisericordes» como piedra de toque de afirmaciones serias, juzgue con escepticismo la valoración epistémica de las intuiciones. Y sin embargo, es muy consciente de su importancia como factor desencadenante de conocimiento, como una especie de bisagra entre la experiencia biográfica y el surgimiento de las ideas. Habermas dice que sus intuiciones representan un «núcleo dogmático» y que «prescindiría antes de la ciencia que de este núcleo». Son intuiciones que él «no ha conseguido por medio de la ciencia, que nadie puede conseguir por medio de la ciencia», sino gracias a que una persona «crece en medios con otras personas con las que ha de entenderse y con las que vuelve a encontrarse». No es la ciencia la que forma la voz interior ni las ideas que surgen de ella, sino que ellas «son también y a menudo nada más que una expresión de las historias vitales de las que proceden».

Así pues, es la vida vivida la que constituye el sustrato de las intuiciones, las cuales nos dan el impulso para alcanzar tanto las convicciones sobre las que reflexionamos teóricamente como los logros intelectuales: la vida como peculiaridad individual y también como generalidad experimentada colectivamente. Habermas dice que lo que siempre le ha importado es «hacer algo en la vida en lo que pueda uno exponer y clarificar su intuición fundamental». En su caso, este esclarecimiento se realiza «en el medio del pensamiento científico o a través de la filosofía». En otras palabras: las intuiciones todavía no son verdades. Las verdades no se pueden «producir al margen de la ciencia».

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

Foto de Gorka Legarcegi, 2018

Traducción de Alberto Ciria

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