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Fantasmas de la vida moderna

Pese lo que le pese a los voceros de la carcunda (cuyo miedo se reflejaba como un disimulado escalofrío tras el histrionismo de sus gritos y el tamaño de sus titulares), hay muchas razones para pensar a fondo el movimiento 15-M. También urbanísticas. A quien en los días posteriores al 15-M se paseara por Sol o por cualesquiera de las plazas de este país le asaltaba sin remedio una pregunta: ¿cómo ha sido posible organizar un espacio urbano de esta complejidad en apenas un puñado de días y a partir de simples materiales de desecho?

por Luis Arenas

 

Pese lo que le pese a los voceros de la carcunda (cuyo miedo se reflejaba como un disimulado escalofrío tras el histrionismo de sus gritos y el tamaño de sus titulares), hay muchas razones para pensar a fondo el movimiento 15-M. También urbanísticas. A quien en los días posteriores al 15-M se paseara por Sol o por cualesquiera de las plazas de este país le asaltaba sin remedio una pregunta: ¿cómo ha sido posible organizar un espacio urbano de esta complejidad en apenas un puñado de días y a partir de simples materiales de desecho? Espacios centrífugos (émicos, los llama Bauman), científicamente diseñados para el mero tránsito comercial y la circulación estabularia, se veían de repente convertidos en lugares densos, dotados de una rara fuerza atractora para las partículas que se lanzaban a la calle portando a su espalda una carga cívica positiva.

 

De repente y por el espacio de unos días —que con toda razón se dice que fueron eternos, pues, en efecto, como sabía Wittgenstein, «vive eternamente quien vive en el presente»—, la gran ciudad dejó de ser un sofisticado dispositivo para el consumo, el turismo y la administración burocrática y sus espacios más simbólicos quedaron resignificados y reapropiados con intervenciones que se apoyaban en herramientas tan pretecnológicas como el mero ejercicio de la imaginación y una dosis considerable de entusiasmo cívico. La ocupación del espacio público de las plazas y calles se convertía en un gigantesco ejercicio de détournement urbano que hubiera erotizado al más escéptico de los situacionistas. Durante esos días —que en el futuro prometen volver a la memoria de muchos de nosotros como la prueba evidente de que nos mienten al decir que no es posible ensayar otras maneras de vivir— las plazas de este país, perfectamente autoorganizadas, generaron un pequeño imperio dentro del imperio, convirtiéndose por primera vez en mucho tiempo en una suerte de ágora premoderna, adonde la gente acudía con la certeza de que un encuentro iluminador e inesperado rompería la rutina del paseo urbano diario. De repente muchos ciudadanos se despertaron de su particular sueño dogmático para descubrir que, como los situacionistas Kotanyi y Vaneigem denunciaron en su «Programa elemental de la oficina de urbanismo unitario», «la circulación es la organización del aislamiento». Y decidieron dejar de circular —pese a los reiterados requerimientos de la autoridad— y optaron por detenerse. Y, así, casi sin preverlo, descubrieron que bastaba ese instante de detención conjunta para dejar de sentirse aislados y, de paso, colapsar el sistema. Y con la seguridad que ofrecía ese modesto ejercicio de empoderamiento, decidieron invadir la intimidad del vecino no con un bostezo o con un bocinazo de claxon o con una mirada despectiva sino con preguntas sobre la vida buena y el gobierno de lo común que en otro contexto habrían herido el pudor que nos protege a diario de nosotros mismos bajo esa forma de hipocresía que acostumbramos a llamar «buenos modales».

 

«Vamos a demostraros todo lo que podemos hacer con lo que a vosotros os sobra», pareciera haber sido el eslogan que conjuró a ese pequeño micromundo que convirtió las plazas de este país en lo que, según Aristóteles, define a una auténtica ciudad: «una comunidad de iguales con el fin de vivir lo mejor posible» (Política 1328a). Las imágenes robinsonianas que series como Lost o The Walking Dead proponen bajo el modo de producción espectacular eran realizadas en cada plaza de nuestras ciudades con un grado de eficacia no menor: se aseguraban los suministros, se garantizaban las comunicaciones, se habilitaban lugares de tránsito y espacios para colectivos con necesidades especiales, se creaban zonas para el arte, la diversión, la conversación y hasta para el aburrimiento. ¿Cómo es posible que una sociedad pueda permitirse prescindir de una población que revela ese grado de conocimientos, capacidad de coordinación, racionalidad orientada a fines y conciencia cívica necesarios para crear de la nada un mundo autoorganizado?

 

Y así, las ampliaciones de la subjetividad que evocaba el subtítulo de este Fantasmas de la vida moderna se han tropezado cuando nadie lo esperaba —nadie: ni el mismo autor del libro— con un referente real y una concreción urbana palpable. Ojalá que algo del civismo que contaminaba el aire de esas plazas se esparza por el resto de nuestras ciudades. Quizá con ello alberguemos la esperanza de que en el futuro, como decía la canción, «el mundo nos parezca más amable, más humano, menos raro».

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