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Garantizar la seguridad de todos los ciudadanos

Dos años atrás, Alfredo Pérez Rubalcaba declaró en el Senado de España:«La Policía cumple escrupulosamente la Ley y la Constitución. No hay redadas, no existen». Pero las palabras del ministro del Interior son impugnadas no sólo por el Sindicado Unificado de Policía.

por Alexánder Sequén-Mónchez

Dos años atrás, Alfredo Pérez Rubalcaba declaró en el Senado de España:«La Policía cumple escrupulosamente la Ley y la Constitución. No hay redadas, no existen». Pero las palabras del ministro del Interior son impugnadas no sólo por el Sindicado Unificado de Policía: el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de Naciones Unidas se pronunció en marzo de  2011 —como lo hizo en 2005— «recomendando» la abolición de los controles policiales basados en perfiles étnicos y raciales. La queja presentada ante el Defensor del Pueblo permite dimensionar esta injusticia.

 

Aunque el Estado sostenga lo contrario, día tras día la inmigración es objeto de un trato racista por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad, convertidos en un ente cromofóbico que, respaldado por el principio de veracidad, distingue y segrega despectivamente, transformando la fisonomía y el color de la piel en indicios delictivos. La gravedad de este hostigamiento se dispara al desplegarse contra la dinámica de la interacción social: movilizan sus furgonetas hasta escuelas, locutorios, hospitales, transportes, centros de ocio y dependencias públicas.

 

Al tratarse de redadas sistemáticas, resulta evidente que siguen un criterio de focalización de las zonas con mayor presencia inmigrante. Asistimos al cumplimiento de órdenes, verbales o escritas, de detener un cupo determinado de «ilegales«. Añado que las identificaciones —y sus consecuentes arrestos— ocurren mediante la intimidación de la ciudadanía. No pocos vecinos y fotógrafos han sido censurados por el hecho de testimoniar que las batidas son tan reales como indignantes.

 

Esta instrumentalización de la policía socava, por un lado, el bien ganado prestigio de la institución; por otro, potencia vicios que, a la larga, terminarán siendo contraproducentes para la democracia. Las fuerzas y cuerpos de seguridad no han sido creados para funcionar a la deriva legal; tampoco para prestarse de correas de transmisión, no de la voluntad popular, sino de intereses políticos. En el caso de las redadas, es flagrante la violación de los principios constitucionales más elementales.

 

No es ninguna minucia que los policías, fuera de «la tarea de proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades y de garantizar la seguridad ciudadana», menoscaben sus asignaciones extralimitándose como si conformaran una unidad (encubierta) dedicada a la busca y captura de las diferencias culturales. Este acoso restringe la libertad de los inmigrantes estigmatizándolos con la marca infame de los convictos. ¿Lo peor? La ausencia de control. Existe la opinión de que los testimonios policiales gozan de prerrogativas. De ahí que baste  manifestar que el inmigrante se «resistió» a la autoridad, para que el juez valide el motivo de su intervención. Esto es sumamente delicado, sobre todo si tomamos en cuenta que las redadas antiinmigrantes son ejecutadas por agentes de la ley, pero al margen de ésta. Semejante paradoja merma la credibilidad de los policías en calidad de «testigos de referencia». Salta a la vista el elemento de duda razonable y de controversia que exige revisar su versión de los hechos.

 

Ciertamente, el policía constituye la representación inmediata del Estado. Es quien decide si una persona debe ser judicializada o no. Esta característica no consiente una ventaja al servicio de la brutalidad policial y, en definitiva, de la impunidad. Por el contrario, este compromiso implica ética, responsabilidad y criterio. Su palabra no es incontestable en absoluto. Hace poco, el Tribunal Supremo enmendó, con una pena de cárcel, la sentencia absolutoria de la Audiencia provincial en el juicio a dos policías agresores que habían declarado en contra del detenido. En una democracia, los vigilantes deben ser vigilados. Son, ante todo, funcionarios públicos que se deben a su sociedad, no a una adscripción nacionalista. No pueden establecer ciudadanías de primera, de segunda o de tercera en el momento de prestar su servicio. Al simbolizar el monopolio legal y legítimo de la violencia, su labor se rige por una profesionalidad estricta, en la que las prácticas arbitrarias y discriminatorias son la excepción repudiada y no la regla. Un policía es un policía de verdad no cuando le otorgan un arma y una placa. Lo será hasta que demuestre el valor de rehusarse a acatar una obediencia jerárquica que, por sentido común, ha de traducirse en un deterioro de los derechos humanos.

 

Las redadas racistas tienen lugar en una atmósfera desfavorable a la inmigración. Recordemos que en el contexto de la crisis económica mundial, el Parlamento Europeo aprobó en junio de 2008 la llamada Directiva de Retorno, una pauta refrendada por los partidos de extrema derecha, como la Alleanza Nazionale o la Lega Nord, y para sorpresa de muchos, por representantes de la izquierda española. El inmigrante ha sido utilizado como chivo expiatorio para explicar el paro y, desde la fría lógica del poder, su permanencia pasó a ser un factor de conflicto social. O con sinceridad: de conflicto entre partidos políticos. Así que, fruto del consenso del pensamiento antiinmigrante, que a estas alturas ignora la democracia y las ideologías, se normalizó una implacable estrategia de vaciamiento demográfico. Guarecido en la trinchera de los eufemismos, el Estado asegura que los más de diez mil inmigrantes detenidos y expulsados en 2010 son producto de los operativos antiterroristas y de los controles de alcoholemia; y que los Centros de Internamiento de Extranjeros son refugios para los extranjeros irregulares.

 

Ahora mismo hay un inmigrante (negro, indígena o árabe) víctima de una redada policial racista; ahora mismo esas fisonomías «delictivas» sufren en cárceles a la espera del avión que los regrese al quinto infierno de donde huyeron buscando una vida mejor.

 

La inmigración no debe vivir bajo sospecha.

 

Alexánder Sequén-Mónchez es autor de El cálculo egoísta (2010)

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