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Impuestos globales: ¿y si Hacienda somos todo el mundo?

Con motivo de la publicación de Un reparto más justo del planeta, David Álvarez, especialista en Cosmopolitismo y Justicia Global, reflexiona sobre dos de los temas presentes en este libro: los impuestos globales y la distribución de los recursos naturales. David Álvarez es profesor de Filosofía de la Universidad de Vigo y actualmente trabaja para Fundação para la Ciência e a Tecnologîa de Portugal.

La publicación de Un reparto más justo de planeta es una ocasión que celebrar, una de esas raras circunstancias donde un tema fundamental es abordado  por un trío de filósofos (Pogge, Casal y Steiner) desde perspectivas divergentes, pero contrastadas en un auténtico diálogo. Este libro no es la selección al uso de propuestas vagamente coincidentes sobre un tema. En esta ocasión el lector tiene el privilegio de sumergirse en un intercambio de argumentos entre pensadores que se leen, se entienden y se responden, se acercan o divergen, se corrigen y se aclaran. 

En este caso, los tres autores se reúnen para contestar a una pregunta impertinente, una cuestión radical que se dirige al suelo en el que nos radicamos. Habitamos un único planeta, que es una única fuente de recursos para la vida, que se encuentran distribuidos de una forma moralmente arbitraria y que son explotados de un modo absolutamente desigual. ¿A quién pertenece el planeta?

La cuestión sobre los impuestos globales pone de manifiesto nuestras categorías políticas fundamentales, esto es, hasta qué punto los animales políticos que deliberan y justifican recíprocamente las condiciones de su coexistencia son también animales profundamente territoriales. La filosofía política pone sobre la mesa la contradicción fundamental: ¿por qué si nuestra capacidad política descansa en nuestra deliberación racional, en una capacidad de entendimiento potencialmente universal, por qué entonces  limitamos nuestro deber recíproco de justificación únicamente a los residentes en nuestros territorios? Nuestras sociedades políticas nacionales son fuentes de convenciones jurídicas sobre derechos de propiedad: sobre qué se puede poseer y cómo. Pero, ¿por qué debería un extranjero reconocer estos usos y costumbres excluyentes? ¿Por qué debería aceptar que nuestra voluntad es soberana a este lado de la frontera? ¿Por qué se debería asumir la legitimidad de un orden internacional que reparte la tarta planetaria con tal desigual fortuna, cuando al tiempo imposibilita la realización de los derechos más básicos de los individuos? 

 

El análisis de la cuestión desde la globalidad pone de manifiesto las contradicciones intrínsecas de un orden internacional basado en agentes soberanos incapaces de establecer formas de coordinación y cooperación a la altura de los riesgos compartidos que generan. Esta perspectiva global explicita cómo afectan estos procesos de exclusión a los individuos particulares a través de las fronteras. Este análisis es especialmente significativo en un mundo que parece progresivamente más convergente si contemplamos los números nacionales, pero que esconde una escalofriante tolerancia con la pobreza extrema y la desorbitada desigualdad interna. 

La idea de impuestos globales cuestiona el presupuesto de propiedad absoluta, o de «soberanía permanente sobre recursos naturales». Consecuentemente, también denuncia la socorrida práctica internacional de reconocer al más bruto del lugar como el legítimo representante para negociar la venta de recursos en los mercados internacionales. La «maldición de los recursos», la trágica correlación entre riqueza natural y tendencia a gobiernos autoritarios empobrecedores, es la injusticia más obvia y sangrante del orden internacional. Sin embargo, esta solo es posible a través de un sistema de reconocimiento de jurisdicciones y transacciones articulado, armonizado y normalizado a nivel global. 

Frente a este sistema, la idea de un impuesto global condiciona el reconocimiento de la legitimidad de los derechos de propiedad o explotación al pago de una compensación a aquellos más perjudicados por un orden institucional que limita sustancialmente sus oportunidades de participar, asociarse, formarse, acceder a mercados y explotar los recursos planetarios en condiciones equitativas.  Y esta compensación es debida a todos los excluidos, a cualquier lado de la frontera. 

Curiosamente, la idea de impuestos globales ha cobrado una mayor repercusión práctica por su faceta negativa, como desincentivo frente a actividades sistémicamente peligrosas. La célebre «Tasa Tobin» nació como un mero freno ante un mercado financiero desbocado. Las distintas iniciativas sobre tasas para el tráfico aéreo, o para las emisiones de carbono, son expresiones de las limitaciones del sistema internacional para coordinar intereses nacionales competitivos dentro de unos límites sostenibles.

Es precisamente este éxito de las maquinarias estatales en transformar los recursos del planeta en «riqueza» lo que nos ha llevado al antropoceno, un tiempo en el que las transformaciones planetarias no se pueden entender sin el impacto del desarrollo de la especie humana. Paradójicamente, esta emergente conciencia epocal que integra la actividad humana entre las fuerzas planetarias corre paralela con la naturalización de las convenciones excluyentes sobre los recursos limitados del planeta. La pobreza ha pasado a ser parte del paisaje, algo feo que hay que remediar dentro de nuestros gastos ornamentales. La cuestión sobre los impuestos globales pone el foco sobre nuestros prejuicios más firmemente institucionalizados, sobre quién paga el precio del derecho a excluir. Esta compleja factura recoge no solo la participación en los beneficios, sino también los costes de la degradación del sistema planetario. Con extraordinaria frecuencia, esta deuda ecológica e institucional es sufrida por los mismos individuos. Ya es mala suerte. 

Los más optimistas ponen todo en perspectiva y aseguran que nunca los pobres han sido tan ricos. Por lo tanto, el sistema funciona y no tienen de qué quejarse. Al fin y al cabo, sobreviven por encima de sus posibilidades. El sentido de la cuestión sobre los impuestos globales es poner esta perspectiva en perspectiva: ¿qué legitima un sistema de exclusión que incumple sus propios criterios más básicos de legitimación? Si los estados no son impunes por la inhumanidad de sus acciones, tampoco son inmunes a la tributación por sus apropiaciones.

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