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Maravilloso poema cósmico mitológico

En el libro de Job hay dos figuras, como si hablase un ser esquizofrénico. La una casi contradice a la otra. Existen el Job paciente y el Job rebelde en un mismo personaje; o la luz y la sombra, como en cada uno de nosotros.

por Julio Trebolle y Susana Pottecher

En el libro de Job hay dos figuras, como si hablase un ser esquizofrénico. La una casi contradice a la otra. Existen el Job paciente y el Job rebelde en un mismo personaje; o la luz y la sombra, como en cada uno de nosotros. El texto —maravilloso poema cósmico mitológico— nos enseña cómo integrarlas; cómo vivir con ambas sin rompernos.

 

Job, en tanto que figura paciente, pone el dedo en la llaga de la auténtica religiosidad, cuestionando cualquier otra. Pues, aunque con sus palabras «temerosas de Dios y alejadas del mal» hace temblar la propia fe, en ningún momento reniega de su creencia profunda en Yahvé-Dios ni aunque se le vaya matando poco a poco de dolor (un poquito más cada vez… a ver si lo soporta): dolor físico, dolor social, dolor espiritual, o el conocimiento del propio acabamiento inexorable y de la propia insignificancia frente a los demás, primero, y frente al Todopoderoso después. Esta persona paciente por antonomasia nos enseña a someternos a la voluntad divina —sea cual fuera ésta—, sometiéndonos a nosotros mismos, esto es, nos instruye en la verdadera humildad. En el último momento, después de soportar lo indecible, se reniega de Dios, o no se reniega; ésta es la cuestión.Y el otro Job, en tanto que figura rebelde, es verdaderamente otra cuestión: Puesto que desconoce la maldita apuesta que sobre él han hecho nada más y nada menos que Yahvé y Satán, el Adversario, no sabe que lo que sufre es una prueba. Esta parte de Job está llena de ira. Clama justicia por los cuatro costados con más fogosidad que Leviatán, convertido en un resistente indómito. Los términos que utiliza son hasta blasfemos, los cuales han provocado tanta indignación como interpolaciones por los unos y los otros a lo largo de los siglos, convirtiendo el texto en una auténtica mina de oro para los curiosos hermeneutas. En su desesperación exige ante Dios un Mediador (¿no estará anticipando, acaso, el que haga bajar al superprofeta definitivo —su «hijo»— a la tierra?). El caso es que pide a gritos una humanización de Yahvé; un acercamiento, una respuesta definitiva. También exige un contacto más cercano y personal con la divinidad, el que, justamente, podría lograrse a través de ese Mediador, que estaría a favor de los humanos.

 

Los cuestionables «amigos» que vienen a consolarle en su desgracia pretenden desollarle vivo, poco a poco, con explicaciones tradicionales obsoletas que en nada le llenan. Pero, aunque quisieran abatirle definitivamente, no lo logran, porque Job se alza sobre todos ellos con una filosofía no por brillante menos sarcástica. E, incluso, vence a Satán por la firmeza de su fe y hasta a Yahvé-Dios, dejándole por culpable para escándalo de los pazguatos. Parece que dice: «¡Ya basta de que sea Yahvé sólo el temible Dios de los animales! Queremos algo más».

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