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“No se puede creer en la Trinidad y en la Resurrección con las categorías del siglo IV, porque vivimos en el siglo XXI”

Autor de ¿Qué decimos cuando hablamos de Dios?, Juan Antonio Estrada responde a las preguntas de Miquel Seguró, investigador y profesor de metafísica y pensamiento contemporáneo, sobre algunos aspectos de su propuesta filosófico-teológica para ver de qué modo nos ayudan a enfocar mejor los retos de la situación actual.

Juan A. Estrada (1945) ha dedicado su vida al estudio. Cuestiones como la razonabilidad de la creencia en Dios, el problema del mal, la pregunta por el sentido y el lenguaje religioso han sido motivos de recurrente análisis. Y desde múltiples puntos de vista. Doctor en Teología (1977) y en Filosofía (1980), su formación, desarrollada en los centros universitarios más prominentes del mundo intelectual jesuita (Madrid, Roma, Múnich, Innsbruck), responde si acaso a una pregunta existencial clara y central: cómo hablar de Dios en un mundo que no parece reconocerle ningún tipo de espacio.

Es miembro de la Sociedad Española de Ciencias de la Religión y de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, lo que ya da muestras del tenor y orientación de su cosmovisión cristiana. Su posición es especialmente crítica con la iglesia “oficial”, lo que sin embargo no pone en duda la validez del mensaje de “Jesús”. Así lo ha manifestado en diversas ocasiones y así todavía lo asume. Es la cuestión del “sentido” la que viene a responder el Evangelio, no la del poder, dice.

 

Profesor Estrada, su obra alcanza unos 22 títulos. ¿Cuál diría que es el vector que los une, la pregunta o cuestión que los anima? ¿Cuál sería su posición personal al respecto?

Siempre ha sido determinante la pregunta por Dios, la tensión entre una experiencia vital vinculada al Dios de la tradición cristiana y la dificultad de aceptar las imágenes de Dios que ofrecen la Biblia y las teologías posteriores. Una fe problemática, con dudas e interrogantes, y con clara conciencia de su carácter personal y optativo, ha determinado tanto mi producción filosófica y teológica como mi biografía.

 

En este sentido, su recorrido intelectual tiene su primer foco de interés en la teología de la esperanza (o de la espera) de Max Horkheimer, una suerte de relectura secular del mesianismo veterotestamentario. ¿Qué le interesó entonces de esta aproximación y qué sentido cree que tiene todavía hoy “esperar”?

Conocí la Escuela de Fráncfort, que ha sido determinante para mi trayectoria filosófica, en Innsbruck a comienzos de los setenta, cuando todavía era poco conocida en España. Creo que la primera tesis doctoral que se defendió sobre Horkheimer en España fue la mía. En él encontré un punto de convergencia entre la tendencia crítica de la ilustración (Kant, Hegel, Marx) y la posibilidad de una fe ilustrada, vinculada a las preguntas de sentido de la existencia humana. Luego ese interés dejó paso a otras personalidades como Adorno, W. Benjamin y Habermas. También influyó la teología política alemana desde Bloch, Metz y Moltmann.

 

La cuestión del sentido es una nota perenne de la estructura antropológica. Todos tarde o temprano pasamos por su puesta en duda. Usted se ha referido a ello en diversas ocasiones. ¿Por qué nuestro mundo, el occidental, está tan falto de esperanza? ¿Tiene algo que ver el progreso técnico y económico en ello?

Las preguntas de sentido están enraizadas en la tensión entre nuestra finitud y contingencia, simbolizada por la muerte, y el ansia de absoluto y de plenitud que hay en cada ser humano. Por eso siempre he creído en la pervivencia de las religiones, aunque Dios no existiera, ya que responden a demandas de sentido que no podemos nunca satisfacer. En este marco la esperanza, lo que en teología está marcado por la escatología, ha sido determinante. Hoy hemos pasado de la esperanza generada por la revolución científica y la Ilustración en el siglo XIX, a la desesperanza por la ambigüedad de ambas, contrastadas en el siglo XX y reflejadas en las anti-utopías. Desconfiamos de un mundo desarrollado materialmente, pero sin recursos humanistas, éticos y espirituales que permitan encauzar y dominar el progreso técnico.

 

En relación a su obra, a alguien podría sorprenderle que no exista un título específico dedicado a la filosofía política (además del mencionado libro dedicado a Horkheimer, usted publicó otro dedicado a Habermas y su proyecto ético). ¿Tiene previsto dedicar algún volumen a ello o considera que la cuestión política está de algún modo implícita en sus obras?

La dimensión sociopolítica de la fe y de la misma filosofía siempre ha sido determinante en mis posicionamientos. Hay bastantes artículos y capítulos en los que se ha hecho presente. Ya he indicado la tradición filosófica y teológica en que me he movido, agudizada por muchas estancias en América Latina y por el influjo de la teología de la liberación y el contacto personal con muchos de sus autores.

 

A tenor de lo visto en Siria y de los recientes hechos de París, ¿cree que una asunción fuerte del “sentido”, en su modalidad confesional, no pone en duda la convivencia entre las comunidades, tan semejantes y dispares entre sí? ¿Cómo resolver el atolladero del fundamentalismo (el que sea) sin hipotecar ni desnaturalizar los discursos religiosos ni poner en riesgo la convivencia social?

Las religiones son determinantes a la hora de dar significado y sentido a la vida humana. No son algo secundario, un epifenómeno, sino que han sido constitutivas a lo largo de la historia. No ofrecen sólo ideologías, doctrinas interpretativas de la vida, sino también motivaciones y dinámicas afectivas. Por eso las religiones pueden generar lo mejor y lo peor del ser humano, héroes entregados a las causas más humanistas y tiranos que sancionan su autoridad con la referencia a lo divino. Cuando se cree que se “tiene la verdad”, fácilmente se sucumbe a la tentación de imponerla a los otros. Por el contrario, una fe ilustrada es consciente de que se trata de “su verdad”, de que ésta no es única ni completa, y de que el diálogo con los otros y el respeto a las diferencias es parte de una búsqueda personal auténtica.

 

La crisis de la iglesia católica como institución en Europa responde a un doble descrédito: uno externo (el mundo posmoderno no acepta ya los grandes relatos que dan una respuesta unitaria a los problemas de la vida ni las estructuras de poderes de ahí emanadas), y otro interno (el hiato existente entre las estructuras de poder y la narración de liberación que teóricamente la sustenta). ¿Estaría de acuerdo? En este sentido, ¿qué futuro cabe esperar para la religión cristiana “institucional” (católica, para el caso)?

El desfase entre la Iglesia institución y la sociedad se radicaliza desde la Ilustración. El siglo XIX es el de los “anti” (antiliberalismo, antimodernismo, antisocialismo, anti derechos humanos, anti separación iglesia-estado, anti libertad religiosa, etc.) y hasta el concilio Vaticano II no ha habido un intento de cambiar el rumbo. Hoy la iglesia católica vive contradicciones entre lo que dice en sus documentos y su realidad sociológica, entre las estructuras de cristiandad que sigue manteniendo y el aggiornamento que exige una sociedad crecientemente secularizada, laica, pluralista y en parte post-religiosa.

 

Usted ha dedicado numerosas páginas a considerar de manera explícita y clara la radicalidad del problema del mal y del sufrimiento, asumiendo la imposibilidad de dar una respuesta “razonable” a los dilemas existenciales que el sufrimiento comporta. ¿Significa eso el fracaso de la razón o el triunfo de la fe? ¿Considera que hoy día es todavía el mal un argumento fuerte en contra de la existencia de Dios? ¿La era del vacío, como diría Lipovetsky, no es más bien la era de la falta de angustia y de rebelión contra la injusticia mundana y existencial?

El mal está omnipresente en la experiencia y siempre ha sido un obstáculo para la fe en Dios. A mi juicio, aunque hay otras respuestas, hay una tensión entre la creencia intuitiva en un Dios bueno y omnipotente y la constatación de la existencia del mal. Quizás la imagen de Dios que tenemos sigue siendo muy narcisista e infantil, a pesar de las críticas de la Ilustración. No creo que las distintas respuestas de las teodiceas respondan a todos nuestros interrogantes. Sin embargo, mi postura es que se puede vivir un compromiso de vida, inspirado y motivado por el Jesús de los evangelios, luchando contra el mal, aunque tengamos preguntas últimas sin respuestas. Preguntarse por qué el mundo es como es y no de otra manera, para acusar al Dios creador, lleva a especulaciones sin fin, en las que nos ponemos en lugar de Dios para darnos las respuestas. Hay que asumir la facticidad del mundo en que vivimos, y la presencia del mal en la naturaleza y en la historia, intentando luchar contra él (antropodicea). Y desde ahí abrirnos al Dios y los valores anti-mal por los que vivió, luchó y murió Jesús. Incluso aunque no hubiera resurrección, y los cristianos esperamos y confiamos en ella, merece la pena vivir como Jesucristo y los que han creído en él y le han seguido.

 

Centrándonos de manera más específica en el desarrollo de su obra, ¿cuáles diría que son los autores que más lo han influenciado, sea por aportarle a usted herramientas hermenéuticas útiles o por haberle despertado la necesidad de discutir sus posiciones?

Ya he indicado antes autores de filosofía que han sido determinantes en mi posicionamiento, aunque quiero resaltar que en filosofía fue determinante José Gómez Caffarena y su metafísica de raíz kantiana. En teología me han marcado Karl Rahner, con el que conviví en Múnich, y Hans Küng o Metz en el área alemana. En mis escritos de eclesiología es indudable el gran influjo de Yves Congar, para mí el eclesiólogo más importante del siglo XX. En el área hispana no puedo ocultar la influencia de José M. Castillo, José Ignacio González Faus, Ellacuría, Sobrino, Gustavo Gutiérrez , etc.

 

Acaba de publicar un libro que versa sobre el concepto de Dios y el lenguaje que utilizamos para referirnos a él. Eso tiene que ver con el uso de la analogía, un recurso filosófico que puede subrayar la diferencia o el parecido de las cosas “análogas”. Los que no profesamos ninguna confesión pero nos sentimos interpelados por la cuestión de Dios y concedemos su prioritaria importancia para la filosofía, tendemos a decir, con Jaspers, que “Dios” es en sí mismo un símbolo, un nombre, de la Trascendencia a la que apunta. De ahí que todo lenguaje sea, a la postre, un símbolo imperfecto, una manera antropológica, de referirse a ella. Desde esta tesitura interpretamos los textos “sagrados” como los relatos de la experiencia humana en el mundo.

Yo creo que todas las religiones son creaciones personales, aunque puedan estar motivadas e inspiradas. Dios tiene muchos nombres e imágenes, que corresponden a búsquedas e interpretaciones plurales a lo largo de la historia. En mi libro cuestiono tanto las imágenes y las teologías que parten del conocimiento de Dios, como las mismas concepciones que se han desarrollado a partir de presuntas revelaciones. Mi postura radical es que a Dios no lo conoce nadie (Jn 1,18) y que lo que hacemos los cristianos es buscarlo y nombrarlo desde la identificación con la persona y vida de Cristo. La teología ha insistido siempre en que Dios legitima a Jesús, hoy creo que hay que proceder a la inversa. Desde la aceptación de que la humanidad de Jesús es lo divino, hablamos de un Dios humano que se revela en él. No creemos en Dios en abstracto, sino en el Dios que comunica la persona de Jesús, que es para nosotros palabra de Dios realizada.

 

Desde un punto de vista confesional, ¿cree que es posible asumirlo también? ¿No pone en entredicho el valor “en sí” de algunos dogmas fundamentales del credo cristiano como por ejemplo la encarnación, la trinidad o la resurrección?

Ya hemos comenzado una reinterpretación de la Biblia a partir del método histórico crítico y de las aportaciones de las ciencias y de la Ilustración. Sabemos que la Biblia es un libro religioso, que narra la experiencia de un pueblo y que se expresa con las antropologías y cosmologías de sus distintas épocas históricas. Queda mucho por aplicar a la cristología y el Nuevo Testamento, para continuar adelante el proceso de desmitificación. Autores como Bultmann obligan a una lectura crítica de los lenguajes simbólicos, sapienciales y mitológicos que subsisten en el Nuevo Testamento. Mi libro último, como los dos anteriores sobre el sentido y la cristología, son pasos en esta línea. No se puede creer en la Trinidad y en la Resurrección con las categorías del siglo IV, porque vivimos en el siglo XXI.

 

Por último, y ya para terminar, ¿qué busca su nueva obra en relación a las cuestiones aquí tratadas y qué aporta a ellas? ¿Puede anticiparnos su próximo proyecto editorial?

Ya lo he indicado en las respuestas anteriores. Mi tesis es que se puede cuestionar la fe en Dios, en cuanto que no lo conocemos ni nunca podemos estar seguros de tener una experiencia de él o de recibir una revelación. Pero la fe en Jesús sí tiene más consistencia, porque se trata de una persona que pertenece a nuestra historia, que ofrece respuestas inspiradoras de sentido para las preguntas últimas que todos tenemos. La mediación cristológica para hablar de Dios es la clave del diferente lenguaje de los cristianos en relación con las otras religiones. En cuanto a proyectos de futuro, no hay nada concretado de forma inmediata, pero sí la certeza de que seguiré tratando estos problemas que responden a mi interés personal y académico.

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