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Por una esfera pública democrática

Las democracias son sistemas en constante evolución. En buena medida, su fortaleza está precisamente en eso, en su capacidad para reinventarse a cada paso.

por Andrea Greppi

Las democracias son sistemas en constante evolución. En buena medida, su fortaleza está precisamente en eso, en su capacidad para reinventarse a cada paso. A finales del siglo pasado, el riesgo de que las democracias entraran en una nueva espiral degenerativa, por su incapacidad para defenderse de sus enemigos, parecía definitivamente conjurado. La democracia se encontraba en una fase de extraordinaria expansión, celebrada por todos. No se hablaba más que de los éxitos de la tercera ola, del consenso universal en torno a sus ideales y de cuál sería la manera más eficaz para exportarla a los rincones más alejados del planeta. Pero el clima no tardó en cambiar. Transcurridos algunos años desde entonces, hemos ido comprendiendo que las tendencias que en aquel momento empezaron a manifestarse iban para largo. El nuestro es un tiempo de malestar y desafección, en el que la corriente democratizadora ha quedado en suspenso. Y lo sorprendente es que la democracia parece haber perdido su más preciada virtud, la capacidad de aprender de sus fracasos. Tanto en el ámbito local, como nacional y supranacional, proliferan los regímenes híbridos, aproximaciones más o menos consistentes a un modelo que se supone inalterado, pero en el que se van recortando los márgenes en que el ciudadano ejerce su capacidad de elección.

 

El análisis de las evidencias disponibles depara nuevas sorpresas. Los principales hitos del proceso involutivo al que asistimos no tienen tanto que ver con la fallida realización de sus presupuestos materiales, como siempre habían argumentado los críticos de la democracia liberal. Frente a todo pronóstico, descubrimos que es en la forma de los procesos democráticos donde están apareciendo los síntomas más graves de desequilibrio. Los dos principios fundamentales en torno a los que fue articulándose la evolución de la democracia moderna, el principio de representación y el de separación de poderes, están desbordados por las circunstancias y amenazan con quedar desfigurados. Nuevas exigencias sistémicas condenan a la irrelevancia los procedimientos democráticos y nuevos poderes se colocan por encima de la ley, usurpando la soberanía popular. Lejos de empobrecerse por ser demasiado representativas y formales, nuestras democracias fracasan por no serlo bastante.

 

El propósito de La democracia y su contrario es mostrar las circunstancias y las causas de este proceso degenerativo, indicando también una vía para su posible recuperación. Dos son los obstáculos a los que nos enfrentamos: de un lado, la dificultad que encuentra la opinión pública para tematizar y elaborar nada que se parezca al interés general, la suma de demandas que habrían de ser representadas; de otro, la dificultad para legitimar los mecanismos de gobernanza democrática en un entorno cada vez más ingobernable. En estas condiciones, la recuperación de una razonable expectativa de progreso pasa por la reconstrucción del andamiaje institucional necesario para sostener la existencia de una esfera pública democrática. Esta ha de ser la prioridad. No hay alternativa: las instituciones de la moderna democracia son la más poderosa y sofisticada herramienta que tenemos en nuestras manos para ordenar los procesos de formación de la opinión y la voluntad. En ausencia de artefactos como estos, abandonado a la pura espontaneidad, el público no alcanza forma alguna de entendimiento. Necesitamos,  por tanto, reconstruir las debilitadas instancias de mediación discursiva, para seleccionar problemas y articular razones, y hacer frente así al bloqueo informacional en el que han caído los procesos de legitimación democrática. Necesitamos defender las reglas del juego, sabiendo que son ellas las que proporcionan la infraestructura comunicativa necesaria para que el ciudadano pueda pensar con su propia cabeza y hablar con voz propia.

 

Es mucho lo que nos va en ello. Sin discusión, ninguna democracia puede sostenerse en el tiempo. De hecho, esto es ya lo que puede estar sucediendo. Sobran los indicios: la posibilidad de una regresión de largo alcance no es tan lejana. Porque las degeneraciones futuras de la democracia no adoptarán ya el semblante violento de los viejos totalitarismos del pasado, sino la apariencia amable, y aparentemente inocua, de una síntesis entre tecnocracia y populismo, en la que el poder formalmente atribuido al elector habrá quedado vacío de cualquier contenido. No es improbable que en una situación como esta seguirán celebrándose elecciones parecidas a las nuestras. Pero, sin deliberación, serán elecciones sin democracia.

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