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Por una soberanía laica

por José Antonio Pérez Tapias

 

 

 

 

La idea de soberanía es pieza clave del orden político, pero también es piedra de tropiezo de las dinámicas políticas por tratarse, en gran medida, de una soberanía mitificada. El lastre de una soberanía «religiosamente» entendida, conservando como rémoras sus anclajes teológicos a pesar de la transferencia secularizadora desde la trascendencia divina hacia la inmanencia del poder mundano, también se da en instituciones supuestamente soberanas, distintas de los antiguos monarcas con pretensiones de poder absoluto, como son el Estado mismo y el pueblo, o la asamblea de sus representantes, como depositario de esa soberanía en clave democrática. La desacralización del poder y la secularización de la soberanía no se han consumado del todo. Así llegamos hasta hoy, constatando que la antigua idea de soberanía se nos convierte en trampa, entre otras cosas por no sólo ser antigua, sino por estar anticuada. ¿Será posible retomar en forma profundamente renovada una idea de soberanía que sea políticamente fructífera? Condición para ello es que se avance hacia una idea efectivamente laica de soberanía.

 

Cuando el Estado nacional moderno empezó a fraguarse en los albores de la modernidad, lo hizo trayendo para sí la vieja noción de soberanía con que había pensado el orden político el mundo medieval. Para éste, con su teocentrismo, el verdadero soberano era Dios, creador del universo y legislador supremo para todos los asuntos humanos. Cualquier poder de este mundo sólo se entendía como legítimo en tanto que «representante» de ese poder divino, con autoridad en virtud de haber sido bendecido como tal «por la gracia de Dios». La soberanía sólo podía ser del único Dios y, en todo caso, ser ejercida en su nombre de tejas abajo.

 

El Leviatán de Hobbes, sin embargo, concebido, aun siendo artificio humano, como «Dios mortal», a pesar de esa mortalidad acaparará para sí la pretendida unicidad y absolutez que otrora sólo poseía el soberano divino. El Estado nacional nace con la soberanía como su «alma artificial», según la construcción alegórica hobbesiana del monstruo que había de proteger vida y hacienda de los individuos, dispuesto a ejercerla en régimen de monopolio. El orden político de la modernidad, así, no deja de incorporar la idea clásica de orden armónico y para ello uno, por más que ello se quisiera conseguir ahora mediante construcción del mismo de abajo hacia arriba, con soberanía inmanentizada de un Estado que «representa» a los ciudadanos, pero que se resiste a que la desacralización del poder llegue hasta el final. Ni siquiera ulteriormente, cuando la concreción de esa soberanía del Estado se desplace desde el monarca al pueblo –o a la asamblea de sus representantes parlamentarios en el seno del Estado que a su vez representa a todos–, el poder que se quiere democrático renunciará a cierta investidura de sacralidad, recurso al parecer indispensable para dejar a salvo una autoridad que lleva consigo el miedo a verse en precario.

 

Así, junto a la verdad del diagnóstico del polémico Carl Schmitt, respecto a la secularización del concepto de soberanía que, incluso ya como asentado concepto de soberanía política, deja ver sus orígenes teológico-políticos, hay que poner el análisis radical del italiano Roberto Esposito, por ejemplo, para hacernos recordar las aporías que con dicha génesis arrastra de por vida la soberanía a la que se remiten el artificio del Estado y la invención de la democracia. Al añadirse a ello el destacado y ambiguo papel de la nación en la escena política, se incrementaron los motivos para la mitificación de una soberanía sólo a medias secularizada. La soberanía nacional se convirtió en emblema de las banderas enarboladas en todos los Estados, los cuales en su afán de indivisa unidad quisieron edificarse como correspondientes a una y sólo una nación. De esa forma, bajo la soberanía nacional quedó encubierta la relación, muchas veces contradictoria, entre democracia y nacionalismo, respecto a la cual no se logra lo suficiente la clarificación que sería necesaria, por mucho que se pretenda disolver la soberanía en procedimientos democráticos, al modo en que lo propuso el jurista Hans Kelsen y a su modo lo ha tratado después el filósofo Jürgen Habermas. Ni la democracia se reduce a sólo procedimientos, ni lo nacional es susceptible de muchas rebajas en su densidad.

 

En sociedades de pluralidad compleja como la nuestra,  en la que el Estado, si se quiere viable, ha de renunciar a ser uninacional –de la misma manera que la sociedad ya no puede pensarse como correspondiente a una sola cultura–, en la que la democracia ha de hacerse más participativa para que sea cabalmente representativa y en la que la nación no puede seguir presentándose bajo el lema de su «indisoluble unidad» –por más que sea dogma  constitucionalmente «consagrado»–, es imprescindible relativizar y desmitificar la noción de soberanía. Es tarea que no pueden eludir tampoco los nacionalismos que se definen como soberanistas, aspirando incluso a la independencia; si no reelaboran la idea de soberanía, su mitificación acabará afectando a los compromisos democráticos. Después de todo, en Estados menguados de soberanía, sea porque en parte la han cedido a entidades supraestatales, sea porque de hecho en buena medida se la han «robado» bajo camuflajes diversos, lo que toca es tomarse en serio los restos de soberanía disponibles para que en verdad la ejerzamos los ciudadanos como sujetos políticos capaces de actuar como tales. Es la propuesta del constitucionalista Luigi Ferrajoli, quien al denunciar los «poderes salvajes» que acosan a la democracia apunta a esa reconducción de la soberanía hacia una idea y una realización de la misma sin mitos –aunque haya que reconocer el fondo mítico del que procede y que, de alguna forma, le subyace como residuo ineliminable que almacena la memoria democrática–.

 

Necesitamos, pues, una soberanía laica, que se corresponda con esa política profana sobre la que desplegó sus argumentos Daniel Bensaïd en valiosa obra con ese título. Y especialmente necesitamos en España dicha soberanía laica, devuelta a la ciudadanía, si queremos resolver los interrogantes sobre el futuro de un Estado que necesita reconfigurarse como Estado federal plurinacional. Si eso debe ser posible, requiere esa transmutación de la idea de soberanía hacia una laicidad política en cuya perspectiva, además, hay que abordar la cuestión compleja, pero resoluble, del ejercicio del derecho a decidir por parte de la ciudadanía de Cataluña.

 

En las páginas del libro Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional, insisto en la necesaria laicización de la soberanía. Sin ella, seguiremos trabados por una inservible concepción mítica de la misma. Y de no avanzar hacia una soberanía laica, como requiere una democracia efectiva, estaremos contribuyendo a que nos arrolle quien de verdad se erige en nuestro mundo globalizado como soberano efectivo, sin importarle si se cultivan sueños de independencia o se sigue con pesadillas de nación inconmovible. Aquel Leviatán al que Hobbes extendió partida de nacimiento se ve hoy reducido a la impotencia ante el empuje de Moloch, la bestia antagonista, la divinidad hoy entronizada sobre los dominios del capitalismo global, para la que los sacerdotes del neoliberalismo hegemónico preparan de continuo el culto despiadado que lleva a sacrificar la vida y dignidad de los individuos en el altar del mercado. Sería ingenuo confiar en que sólo por afirmar una soberanía laica, de ninguna manera endiosada, los humanos ya tenemos asegurada la salvación consistente en vernos libres del ritual criminal al que la religión del mercado nos conduce; pero es insensato abandonar la tarea de desmitificar la humilde soberanía que necesitamos para mantener a flote un mundo en el que la supervivencia y la dignidad de los humanos sean reales.

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