pestaña Editorial Trotta

EDITORIAL TROTTA

Su compra

0 artículos

(0,00 €)
ver compra


Sobre literatura alemana

Como simple lector, tengo serios problemas para distinguir entre la literatura alemana y la literatura escrita en alemán.

por Ángel Rupérez

Como simple lector, tengo serios problemas para distinguir entre la literatura alemana y la literatura escrita en alemán. Sé que el poeta Paul Celan no era alemán pero sé que escribió en alemán y, por ello mismo, tiendo a verlo como un escritor alemán. Lo mismo ocurre con tantos y tantos escritores a los que admiro mucho o muchísimo: Franz Kafka, R. M. Rilke, Elias Canetti, Peter Handke, Thomas Bernhard, Georg Trakl, Robert Walser… Escritores de primera fila, y algunos de ellos gigantescos, que usaron la lengua alemana en sus creaciones y, por ello mismo, contribuyeron a su máxima dignificación cultural, pues la literatura otorga un plus de acrecentamiento a las lenguas en las que consigue encarnarse de la manera más representativa imaginable. Sería imposible para mí hablar de la literatura alemana sin mencionar a esos escritores, aunque sepa perfectamente bien que no son alemanes porque no nacieron en Alemania.

 

Franz Kafka es uno de los creadores de la novela moderna que escribió en una pequeña ciudad del imperio austrohúngaro llamada Praga, pero la lengua en que materializó sus asombrosas invenciones es el alemán —que era su lengua materna— y, por tanto, tiendo a verlo como un escritor alemán, un tanto periférico, si se quiere, pero alemán a fin de cuentas. R. M. Rilke es uno de los más grandes poetas europeos del siglo xx, también nacido en Praga, y residente en Alemania durante un tiempo, después errante pero al final alemán porque escribió en alemán y fue esa lengua y no otra la que hizo posible que sus creaciones adquirieran el rango de universalidad que han adquirido. Entonces, según este razonamiento —exclusivamente de uso personal— son las lenguas las patrias de los escritores más que sus lugares de nacimiento. En realidad, y en cierto modo, ese es el milagro, o un cierto milagro al menos: la terca realidad política dice una cosa, pero la terca realidad cultural dice otra distinta, y las dos no coinciden, y es una suerte que no coincidan porque así la literatura se enfrenta libremente a los compartimentos estancos que reducen las creaciones artísticas a sus confines administrativo-políticos, cuando por todos es sabido que la tendencia natural de la literatura es la superación de cualquier clase de fronteras, incluidas las que impone la propia lengua (fue Goethe, precisamente, el primero que habló de literatura universal, es decir, literatura de todos y para todos, en cualquier tiempo y lugar, por encima de barreras del tipo que fueran).

 

Sin embargo, otra clase de tercas realidades se imponen, y debemos ser realistas, y aceptar el hecho incontestable de que existe un país llamado Alemania, con una historia precisa y concreta, y con una literatura también propia, específica, nacional, y que me obliga a reparar en ella y en los nombres señeros que, de un modo u otro, han significado cosas relevantes para mí, en el pasado pero también en el presente. Un crítico como G. E. Lessing debe ser recordado siempre por la categoría de sus ambiciones como por el empeño puesto en llevarlas a cabo. Schiller es un teórico excepcional, y un ensayista puro, tal como revelan sus excepcionales Cartas sobre la educación estética del hombre. Goethe  puede ser muchas cosas pero para mí es sobre todo lo más parecido a la sabiduría, tal  y como nos la legó su interlocutor Eckermann. Herder es un innovador, lo cual significa que supo romper con moldes y adelantar visiones que fructificaron más tarde. Friedrich Schlegel es para mí un faro, un verdadero creador y un auténtico inventor de la crítica más moderna que quepa imaginar, mucho antes de que Roland Barthes la reinventara a su modo.  Novalis es la ascensión a la divinidad oculta en lo más cercano, al tiempo que es la nostalgia por lo más supremo, no por inalcanzable menos anhelado, y Hörderlin es… la poesía convertida en reconstrucción del mundo tal como debiera ser si para que dejara de ser lo que gravemente es, impuro, falaz, catastrófico y, al final, gravemente perturbador, como el propio Hölderlin conoció en sus propias carnes. Thomas Mann sigue imponiéndome, sobre todo si recuerdo La  montaña mágica —aunque no solo—, pues  esa capacidad suya de llevar el pensamiento más ambicioso al corazón de la narración más irrenunciableme sigue pareciendo una de las más decisivas razones para seguir justificando la ficción en nuestras vidas.

 

Y estaba a punto de acabar este recuento de mis emociones y agradecimientos lectores  cuando caigo en la cuenta de que puede que debiera hacer un hueco en esta rememoración a ciertos filósofos alemanes que han hecho algo decisivo y sumamente valioso: colocar la filosofía en las cercanías de la vida, con todas sus excrecencias perturbadoras, y toda su capacidad de alumbrar conocimientos con las imperfecciones de la existencia. Me refiero en términos absolutos a Friedrich Nietzsche y también a Walter Benjamin. Los zurriagazos arrebatados del primero, sus exaltaciones clarividentes, su sublime intensidad y las apreciaciones casi líricas del segundo en medio de sus más concienzudas reflexiones, por no hablar de su magistral crítica literaria, les dotan de lenguajes respectivamente cercanos a los territorios reveladores de la imaginación que se alimenta de experiencias no solo conceptuales, sino también, por decirlo así, emocionales.

 

Vuelvo, para terminar, a los otros alemanes, los alemanes de la lengua alemana, los alemanes que mencionaba al principio, y de todos ellos destaco a Elias Canetti, afincado en Inglaterra, ejemplo de escritor independiente, singular y profundo, de esos que no encajan en las triviales componendas de las literaturas amortajadas de cualquier tiempo o lugar, que no dejó de decir nunca lo que era fundamental que oyéramos para que la existencia no se nos convierta en un pedazo de roca sucia que nos hemos encontrado en el camino sin saber muy bien qué hacer con ella. Y también recuerdo a  W. G. Sebald, casi inglés igualmente, el extraño, el innovador, el enviado por los cielos para recordarnos que la literatura debe ser esa clase de exigencia intransigente y radical, muy por encima de la que propician hoy día las exigencias comerciales que la degradan  hasta extremos literalmente nauseabundos.

Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar nuestros servicios y facilitar la navegación. Si continúa navegando consideramos que acepta su uso.

aceptar más información