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Un lugar en el que yo tenía un sitio

Ser la hija de André Weil, matemático genial y fundador del grupo Bourbaki, es sin duda interesante; pero ser la sobrina de Simone Weil, igualmente genial y a la que algunos tuvieron por santa, ¡eso ya es todo un destino!

por Sylvie Weil

 

 

Quisiera ante todo expresar lo feliz y lo orgullosa que me siento de que mi libro se publique en la prestigiosa Editorial Trotta, que ha dado al público de lengua española muchas de las obras de mi tía, Simone Weil.

Este libro, En casa de los Weil. André y Simone, lo llevo en mí desde hace tiempo. Ser la hija de André Weil, matemático genial y fundador del grupo Bourbaki, es sin duda interesante; pero ser la sobrina de Simone Weil, igualmente genial y a la que algunos tuvieron por santa, ¡eso ya es todo un destino!

El destino se hallaba, sin ir más lejos, en el parecido. Permítanme que me cite a mí misma: «El genio era bicéfalo. Mi padre tenía un doble, un doble femenino, un doble muerto, un doble fantasma. Porque, sí, además de ser una santa, mi tía era un doble de mi padre a quien se parecía como una gemela. Un doble aterrador para mí, por parecerme tanto a él. Me parecía al doble de mi padre».

Me enteré de quién era esa tía tan extraordinaria a la edad de seis años. Yo estaba orgullosa de saber leer y leía todo lo que caía en mis manos. Incluido el periódico. Así es como supe quién era esa tía cuyas fotografías me eran de sobra conocidas; y así es como supe también que éramos una familia judía. Mis padres no me lo habían dicho. Eran los años justo después de la Segunda Guerra Mundial, y de esas cosas no se hablaba.

Hace mucho tiempo que escribo novelas, relatos, pero no quería escribir sobre Simone, en todo caso no directamente. ¡Hasta le hice prometer a mi primer editor, Flammarion, que nunca mencionaría que yo era su sobrina! Pero era un secreto a voces, pues todo el mundo lo sabía.

No obstante, desde hacía algunos años, había yo abierto un dossier titulado «sobrina de». Ahí tomaba notas, más bien de manera cómica, relativas a mis experiencias de «reliquia», de «tibia de la santa», y acerca de los desconocidos que se precipitaban sobre mí gritando: «¡Es increíble lo que se parece usted a ella!». Querían abrazarme, tocarme, «¡en nombre de Simone!».

Mi tía adquirió así una importancia desmesurada en mi vida. Además, ella me había elegido para que la reemplazara junto a sus padres cuando les escribió ocho días antes de morir: «Tenéis otra fuente de consuelo». Yo era la fuente de consuelo.

Un día no tuve más remedio que reconocer hasta qué punto estaba yo definida por ese vínculo.

No quería escribir una biografía familiar. No quería ni describir la corta existencia de mi tía ni volver sobre la carrera de mi padre. Quería pasar un tiempo con los Weil, sin enternecimiento, por otra parte, pero también sin rencor; con el deseo, más bien, de divertirme. Era un ejercicio de admiración, pero también era un exorcismo. Iba a imaginármelos, según todo lo que sabía de ellos y todo lo que había rodeado mi infancia; me retrotraería a épocas en las que aún no había nacido; daría una carne a seres que habían sido transformados en personajes abstractos: una filósofa mística, un gran matemático, ¿hay algo más abstracto que esto?

Sin embargo, ellos no eran abstracciones, no habían existido en el vacío, tenían una familia… Yo quería insuflar vida a esa familia y situarla en la Historia.

Lo que quería, con toda literalidad, era hacer renacer el «lugar Weil», un lugar en el que yo tenía un sitio. El libro que he escrito no podía escribirlo nadie más que yo, precisamente a causa del momento en que nací y del sitio que tenía en ese «lugar», en ese paisaje familiar: el bebé legado a sus padres por Simone Weil.

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