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Una ambición filosófica

por Luis Fernando Moreno Claros

 

 

 

 

Arthur Schopenhauer (1788-1860) jamás se interesó por las biografías de los grandes filósofos. Le importaba poco conocer los pormenores de sus vidas, pues argumentaba que quien se ocupa de los hechos biográficos de un filósofo en vez de estudiar sus ideas se asemeja a quien, mirando un cuadro, se detiene en la contemplación de las molduras del marco olvidándose del resto. Le parecía que la vida de un pensador, por aventurera o austera que hubiera sido, poco o nada revela del peso específico de sus ideas. Decía que solo el mérito de lo que un filósofo pensó y transmitió de palabra o por escrito lo engrandecerá a los ojos de la posteridad; su vida mortal, en cambio, poco vale; constituye uno de tantos capítulos materiales del universo y concluye sin remedio con la muerte; el cuerpo fenecido se corrompe y nada de la esmerada materia que lo compuso perdura en la fría tumba.

 

Lo que más temía Schopenhauer era el olvido al que lo abocaría la corrupción de su propio cuerpo una vez fallecido. La inmortalidad personal, la del espíritu y la memoria, le importaba mucho. Pero la inmortalidad debían concedérsela los demás hombres al recordar sus obras y sus ideas. Schopenhauer. Una biografía cuenta la historia de la persecución de este anhelo, sigue sus pasos hasta verlo cumplido y relaciona la conjunción de circunstancias que llevaron al filósofo a la culminación de su fuerte deseo de sobresalir y permanecer.

 

Schopenhauer se consideraba un genio, un ser aparte, un prodigio de la naturaleza; pero durante la mayor parte de su vida tuvo que contentarse con vivir cual genio desconocido e incomprendido, semejante al único poseedor de la llave de un terreno fabuloso todavía sin descubrir por el resto de la humanidad.

 

 

Publicó El mundo como voluntad y representación, su gran obra, con treinta años de edad. Nada más aparecer el libro, creyó que le sobrevendría la fama en cuanto un público entregado lo leyera y se sorprendiera de las extraordinarias y novedosas ideas que contenía; ni más ni menos que «la clave para solucionar el enigma del mundo», según palabras del propio Schopenhauer. Pero se equivocó. El libro no se vendió, nadie le hizo caso, y él continuó siendo un desconocido durante otros treinta años más. El frustrado autor intentó granjearse la fama como profesor universitario de filosofía. Quiso dar clases en la Universidad de Berlín con el propósito de divulgar sus ideas, pero esta actividad pública también fracasó, pues nadie acudió a sus lecciones.

 

Aspirando a la fama durante la mayor parte de sus días, creyéndose ninguneado e incomprendido por los demás, Schopenhauer no fue un hombre feliz; pero tampoco desgraciado. Su mal carácter, su engreimiento, su misantropía no lo dotaban precisamente de «inteligencia emocional» y no propiciaban las relaciones humanas. Sin embargo, sabía defenderse a solas y en sus reflexiones hallaba la felicidad que no le daban los seres humanos. Su pesimismo metafísico proclamaba que nuestra existencia mundanal es fuente de dolores sin cuento y que más nos valdría no existir; pero esta enseñanza no le impedía a él disfrutar de una apacible paz cotidiana muy semejante a la burguesa, aunque sin el incordio que supone mantener a una familia y con la ventaja de disponer de todo su tiempo para consagrarse a lo que más le gustaba: el estudio de la filosofía. El amor a la sabiduría era su «único amor y su única esposa», explicaba orgulloso cuando se le preguntaba por qué no se había casado. 

 

 

La gran ventaja de Schopenhauer fue que tenía paciencia y sabía esperar. Aunque su carácter enérgico le costase acalorados berrinches, estaba convencido de que algún día «lo huero y vacío» habría de dar paso a «lo verdadero y consistente». Repetía una y otra vez que la verdad, velada por la oscura noche del no saber, acabaría amaneciendo y llegaría a resplandecer como el sol.

 

Con fe inamovible en sí mismo y creyendo con firmeza en la gloria que habría de proporcionarle su obra, Schopenhauer se dedicó a reescribir su primer libro, ampliándolo de manera considerable. Pero a pesar de su esmerado trabajo, el éxito siguió sin sonreírle, aunque ello no lo desanimó y pronto escribió otros libros de carácter menor en los que ahondaba en sus ideas señeras y con los que ganó algunos lectores. Finalmente, pasada la cincuentena de su vida, aquel filósofo huraño y original comenzó a gozar poco a poco del aprecio del público culto de la época; una época, por cierto, que cada vez se alejaba más del mundo «optimista» en el que florecieron los filósofos románticos; tampoco era ya la de los idealistas ni la de Hegel, ni la de los revolucionarios que creían en la libertad humana; más bien, se trataba de un tiempo distinto, crepuscular y desengañado.

 

En 1851 aparecieron los dos tomos de Parerga y paralipómena, una colección de ensayos misceláneos con los que Schopenhauer pretendía acercar su filosofía a un público culto más amplio, ni académico ni especializado. Inesperadamente, esta obra tuvo un éxito fulgurante, y por fin Schopenhauer pudo satisfacer su anhelo de verse reconocido. Ser de pronto popular, mencionado y buscado por todos iluminó de felicidad la última década de su vida. Con la fama, al filósofo lo asediaron los corresponsales que querían comentar con él sus ideas; a la vez, numerosos visitantes acudían a su casa para conocerlo en persona y escucharlo; sus doctrinas se discutían e influían: el sueño reiterado desde la juventud se hizo realidad.

 

Schopenhauer murió en septiembre de 1860. No padeció una larga enfermedad, expiró de manera inesperada. La tarde antes de su fallecimiento aún comentaba con un amigo cuánto había tenido que sufrir hasta alcanzar el éxito, cuánto pesar hasta que su época reconoció su talento. Siempre había pensado en Hegel con inquina; sin embargo, este filósofo dedicó algunas páginas a glosar la vida de los «grandes hombres» que hacen historia. Según Hegel, estos nunca fueron dichosos puesto que consagraron su vida a realizar su obra y ese anhelo no los dejaba en paz; su misión consistía en dar a los hombres algo nuevo. Bien podía haberse identificado Schopenhauer con este comentario, puesto que pasó más de media vida «sufriendo» por la posteridad; lo cierto es que murió convencido de haberse sacrificado por su obra y de haber legado a la humanidad un impagable tesoro de perenne sabiduría.

 

Con el tiempo, sus obras sedujeron a personalidades de la talla de Wagner, Tolstói y Thomas Mann, Proust o Wittgenstein. Hoy, Arthur Schopenhauer forma parte de los clásicos de la filosofía. Ante su éxito perpetuo y tras conocer los avatares de su vida, cabe preguntarse: ¿era un genio? ¿Fue también un gran hombre? ¿Cómo condicionó su modo de vida esa ambición suya de ser admirado y alcanzar la gloria? ¿Podrá enseñarnos algo valioso su ejemplo?

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