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Una fabulación literaria

Fernando Pessoa murió en Lisboa en 1935, con 47 años de edad. Las fotos del poeta realizadas en el decenio de 1930 dibujan a alguien que aparentaba más años de los que tenía, inmerso en los efluvios del alcohol, consciente de que el tiempo, irreparablemente, se le iba y obsesionado con ordenar y rematar su obra.

por Carlos Taibo

 

 

Fernando Pessoa murió en Lisboa en 1935, con 47 años de edad. Las fotos del poeta realizadas en el decenio de 1930 dibujan a alguien que aparentaba más años de los que tenía, inmerso en los efluvios del alcohol, consciente de que el tiempo, irreparablemente, se le iba y obsesionado con ordenar y rematar su obra.

 

A menudo se ha exagerado la marginalidad en la que Fernando Pessoa se movió. Dejemos las cosas en su sitio: aunque no era el perfecto desconocido, tantas veces retratado, que nada había publicado en vida, lo cierto es que la luz que la obra pessoana despide, y que hoy nos parece tan evidente, a duras penas alumbró a sus contemporáneos. En más de una ocasión afirmó el poeta, con insorteable lucidez, que en los hechos escribía para las generaciones futuras.

 

Dejemos paso aquí a la fabulación y supongamos —tampoco es mucho suponer— que Fernando Pessoa hubiese vivido cuarenta años más para fallecer, entonces, en 1975. Imaginemos que el poeta hubiese tenido la oportunidad de asistir al reconocimiento de su obra en Portugal —ganó alas en el decenio de 1940— y, más aún, un par de décadas después, a la eclosión planetaria de Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis. ¿Alguien acierta a imaginar a Pessoa moviéndose por los estudios de televisión, firmando ejemplares del Livro do Desassossego en unos grandes almacenes, acudiendo a universidades de todo el mundo para ser investido doctor honoris causa o, más aún, recibiendo el Nobel de literatura?

 

Confesemos rápidamente que aunque como ejercicio de fabulación literaria lo anterior tiene, claro, su interés, a duras penas encaja con la condición del Fernando Pessoa que se nos fue en 1935. Tímido y huidizo, a duras penas habría soportado semejantes retos —a duras penas, por decirlo mejor, se habría prestado a ellos—, tanto más cuanto que sobran las razones para concluir que ni siquiera hubiese puesto orden en sus papeles. Acaso fue la muerte lo que permitió que otros, menos exigentes y con mayor visión de futuro, le diesen forma a una obra indeleblemente marcada por la fragmentación.

 

Y es que nunca se subrayará de manera suficiente la condición de la principal hazaña de la vida de Fernando Pessoa: la decisión de automarginarse de unas glorias literarias que, efímeras, hubieran impedido con certeza que la obra del poeta asumiese la forma precisa que conocemos. Entregó su vida, como ha sugerido alguien, para hacer que la nuestra fuera más hermosa.

 

Termino. En Como si no pisase el suelo he intentado escarbar en la grandeza de un ser humano eclipsado por la rutilante condición de la obra que escribió, y al respecto he buceado en sus relaciones familiares, en su vida cotidiana, en su trabajo como traductor para casas comerciales, en los viajes que realizó, en los dos noviazgos que mantuvo con Ofélia Queirós, en la fama que alcanzó en vida y en la que intuía que le aguardaba, en las lenguas en las que se desenvolvió o en las fotografías que lo retratan. He intentado, por decirlo así, tirar de las notas a pie que incluyen en sus textos los biógrafos de Pessoa para construir un retrato cabal de alguien que en todo momento procuró, con razonable éxito, ocultarnos quién era.

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