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La reinterpretación de la eternidad

Hace unas semanas podíamos desayunar con un reportaje, publicado en El País por Juan G. Bedoya, donde bajo el título de «Reforma de la eternidad» podíamos leer que el papa Benedicto XVI había proclamado públicamente que el purgatorio no es un lugar físico, sino un estado.

por Antonio Piñero

 

Hace unas semanas podíamos desayunar con un reportaje, publicado en El País por Juan G. Bedoya, donde bajo el título de «Reforma de la eternidad» podíamos leer que el papa Benedicto XVI había proclamado públicamente que el purgatorio no es un lugar físico, sino un estado: una suerte de fuego interior, purificatorio, por el que el alma del fallecido ha de sufrir durante un cierto tiempo, de modo que sirva de sanación de sus faltas no mortales antes de que su alma ingrese en el estado beatífico, que es el cielo.

 

La noticia no era extraña, porque ya sabíamos por la prensa que el anterior sumo pontífice, Juan Pablo II, había manifestado que el infierno tampoco es un lugar, sino un estado, aquel en el que el pecador no arrepentido se sitúa lejos de Dios. Esta situación lo atormenta y desgarra anímicamente (¿por toda la eternidad?; está aún por ver), de modo que es un justo castigo por sus faltas cometidas en vida. Sabíamos también ya —por sorprendentes declaraciones eclesiásticas para algunos— que el cielo tampoco es un espacio físico, situado más allá del mundo supralunar, en el empíreo, sino otro estado del alma, esta vez de felicidad espiritual, causado al sentirse ésta por siempre «con el Señor», como proclamaba Pablo en 1 Tesalonicenses (4, 17).

 

Estas noticias suponen que creencias dogmáticas, hasta ahora consideradas inamovibles, refrendadas incluso por palabras de Jesús en el caso del infierno como lugar físico, son interpretadas de un modo más suave, rozando lo simbólico, por las altas esferas de la fe. Sin duda, una manera más en consonancia con la mentalidad de hoy, poco propensa a creer en mitos.

 

A mi entender, este tipo de evolución que reinterpreta y «dulcifica» lo hasta el momento afirmado como «verdad histórica» no se produce por un mero gusto de acomodación a la mentalidad del siglo XXI, sino por mera necesidad. No por placer, sino por obligación. Un observador atento, que repase la historia de la Iglesia desde finales del siglo XIX hasta hoy, caerá en la cuenta de que la teología oficial, u oficialista, ha ido siempre a remolque de los descubrimientos de la ciencia de los textos y de su interpretación, de los avances en los análisis literarios, de las deducciones comparativas de la Historia de las Religiones, y de lo que la historia antigua ha ido imponiendo como verdad evidente.

 

Que se trata de una cesión a rastras, velis nolis (quieras o no quieras) de la Iglesia se ve, por ejemplo, en la crítica al método de análisis denominado Historia de las formas, inaugurada por Martin Dibelius y Rudolf Bultmann tras los pasos de K. L. Schmidt. La oposición a este método de análisis de los Evangelios fue feroz en el seno de la Iglesia católica durante todo el siglo XX… pero hoy día no hay estudio de los escritos evangélicos, sobre todo de los Sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), que —desde el campo católico— no parta de las bases de ese método, que no acepte sus resultados globales y que no sitúe en el frontispicio de sus análisis los principios radicales de un modo de trabajo tan denostado. La evidencia obliga.

 

Por ello es común hoy día poner en duda, con mayor o menor claridad, la historicidad de muchas historias de Jesús —o incluso de sus palabras— que antes se creían a pies juntillas. Autores tan «eclesiásticos» como José A. Pagola o Armand Puig, en sus «biografías» o «vidas» modernas de Jesús, afirman que parte del material que manejan es un producto de la imaginación creativa de la Iglesia y que no pueden ya exponerlo a sus lectores tal como se hacía, por ejemplo, hace veinte años.

 

La aceptación del influjo en el nacimiento de la teología cristiana de la religión griega de época helenística, o de la mentalidad del platonismo vulgarizado, expandido por todo el ámbito del Imperio romano, o la influencia del estoicismo en la plasmación de la ética cristiana —que no es en modo alguno original— parece hoy moneda corriente en el catolicismo ilustrado.

 

Lo mismo puede decirse de la ciencia que edita los manuscritos antiguos. Hoy se admite por parte de todos los teólogos que gozan del beneplácito eclesiástico que nuestro Nuevo Testamento presenta un texto que no es en absoluto el que escribieron los autores de las diversas obras, sino el resultado de una transmisión, de esos primeros escritos, no siempre absolutamente fidedigna, sino llena de altibajos y correcciones, incluso manipulaciones, que se retrotrae hacia finales del siglo II. No poseemos un texto del Nuevo Testamento que sea coetáneo a  Marcos, por ejemplo ¡ni mucho menos! Y todo el mundo lo acepta.

 

La publicación por Trotta de la obra de Roger Haight, Jesús, símbolo de Dios (2007) —, que es un tratado de cristología, es decir, de cómo se entiende la naturaleza de Jesús como «cristo» o mesías, y cómo debe comprenderse su estado de «divinidad», de «estar junto a Dios»— es un ejemplo extraordinario de lo que comentamos.

 

La tesis general de Haight es que hoy día debe entenderse todo el complejo entramado de los «primeros principios» de la fe y las bases de nuestra comprensión de la naturaleza divina de Jesús de un modo absolutamente simbólico. El dogma de la Trinidad, la encarnación, la resurrección de Jesús no son «hechos reales», no son verdades dogmáticas que deben entenderse al pie de la letra, como se han creído y explicado hasta ahora, sino que son un mero símbolo. En realidad ni siquiera sabemos cómo son.

 

Naturalmente, la obra de Haight fue inmediatamente condenada por el Vaticano, cuando Ratzinger era aún cardenal y presidía la «Sagrada Congregación para la fe», o como sea el nombre exacto. Pero no me cabe duda de que —lo mismo que ha ocurrido con los ámbitos de fe que hemos recordado desde el inicio de estas líneas— la redefinición, o reinterpretación, o si alguien quiere llamarlo como antes indiqué, la dulcificación de los dogmas hacia una interpretación meramente simbólica es un fenómeno imparable cuya realidad será plena en poco tiempo. El edificio dogmático, aparentemente inamovible, se entenderá de un modo radicalmente distinto.

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